segunda-feira, abril 30, 2007

¡Feliz día del niño!


El 30 de abril se celebra el día del niño en México. Es un gran día cuando se es pequeño. ¡Oh sí! Recuerdo que en el colegio siempre organizaban una kermés para festejarnos. Ese día nadie llevaba uniforme y entrábamos a clases un poco más "tarde" (es decir, media hora). De hecho, sólo teníamos clases hasta antes del recreo porque ya después todo era fiesta. Los patios del colegio se llenaban de montones de puestecitos de comida (¡cómo extraño los elotes asados y en mazorca sólo con limón y sal, los chicharrones de harina, los churritos o los cacahuates japoneses marinándose en salsa Valentina... los fritos con queso amarillo fundido y rodajas de chile jalapeño!), golosinas, aguas frescas (¡la de jamaica!), paletas y helado (de nuestra Paletería siempre, por supuesto) y también de una cantidad de juegos (entre ellos juegos mecánicos) con los cuales distraerse que lo que faltaba eran ojos y tiempo para poder disfrutarlos todos. Nada pagábamos con dinero directamente, sino que cambiábamos nuestro dinero (aquellos nuestros pesos hiperinflados, ésos que tenían multitud de ceros) por fichas en el banco de la kermés y ya con eso podíamos acercarnos y comprar lo que se nos viniese en gana. ¡Ah!, por cierto, también había puestecitos donde casaban/cazaban. Era típico que te forzasen a casarte con otra chavita que tampoco quería hacerlo. Era algo muy tonto -lo sé-, pero nos parecía chistoso y hasta divertido. Todo el mundo hacía bulla y, obvio, el beso nunca se consumaba porque, entonces, eso de besarse nos daba asco...
Una cosa recuerdo con especial claridad y con muchísima ternura. Siempre, pero siempre tanto mi hermana como yo estrenábamos ropa y zapatos para este día. Mi mamá se encargaba de llevarnos a comprar nuestros estrenos unos días antes en las -entonces prestigiosísimas- tiendas del centro de Monclova para enviarnos radiantes a nuestras respectivas kermeses. Gaby a la del Colegio Guadalupe Victoria y yo a la del Colegio México-Americano. Nunca dejamos de estrenar mientras fuimos niños y celebramos el 30 de abril. Lo mejor era que el regalo era aparte. ¡Además de estrenar, nos daban regalos, mis papás!
¡Tiempos increíbles aquellos sin duda!
Hoy, sin embargo, a mi lozanísima edad de veintitantos (lo que se ve, no se pregunta) me tocó también estrenar inesperadamente. Mi amigo Óscar, desde el Valle de Texas (ese lugar al que me ligan tantos recuerdos lindos cosechados durante unos pocos días del verano de hace un año), me envió una (anheladísima) pulsera hecha por su hermana Abril que me confirma dentro del círculo de sus amigos más cercanos. Valoro el detalle muchísimo. Llevaré mi pulsera siempre con mucho cariño. ¡Gracias, Óscar!
¡Feliz día del niño para todos!

quinta-feira, abril 26, 2007

Tu regalo atrasado


Las cuestiones financieras nunca han sido mis mejores amigas. Sin embargo, eso no impide que tenga las mejores intenciones y que quiera demostrar el afecto por las personas que más quiero soñando con ofrecerles algo que -sé- mejoraría sus vidas o les alegraría, por lo menos, el momento.
Hace unos días (el 22 de abril para ser exactos) fue su cumpleaños y mis bolsillos estragados no pudieron acercarle nada bonito; ni siquiera una flor... n-a-d-a. Y he pensado y pensando en que tal vez todavía es tiempo para darle algo, pero no sabía qué, no sabía cómo. Y, entonces, lo encontré y aquí está el presente , muy atrasado, pero con todo mi cariño para ti, Gaby:

Tenía yo seis o siete años y tú entre tres o cuatro. Acababa yo de llegar del colegio. Puedo, incluso, verme con mi impecable uniforme del México-Americano caminando por el patio buscándolas a mi mamá y a ti. Traía mis pantalones de mezclilla azules visibles por su pulcritud y, sobre todo, por la raya enmedio que mamá siempre -desoyendo cualquier preocupación por la moda- les imprimía al plancharlos "como antes". Mi camisa celeste, campo inmaculado sin arrugas que arrobaba el ambiente por su indefectible olor a Suavitel. Mis zapatos negros ortopédicos (que detestaba pero cuya labor ahora agradezco sobremanera) perfectamente lustrados por las manos habilidosas de mi padre aquellas mañana de noticias y música norteña incomprensibles compitiendo en volumen por nuestra atención en la televisión y la radio.
Las encontré finalmente en aquel patio inmenso para un niño de mi edad. Mi mamá estaba lavando y con ella estabas tú. Saludé con besos a las dos.
- ¿Cómo te fue en la escuela?- me preguntó mamá
- Muy bien, mami. No tengo mucha tarea hoy... ¿Qué estás haciendo, Gaby?
Tú te reías. No contestabas.
- Tengo hambre, mami -le dije.
La comida estaba lista ya, obviamente. El olor -captado desde el momento en que había entrado- era prueba fehaciente y, a la vez, avasallante de tal prodigio diario que realizaban las manos de mi mamá en la cocina. Sin embargo, era día de lavar y má y tú no estaban -como acostumbraban- en la cocina, sino en el patio, por el lavadero con lavadora prendida y tinas de agua con suavizante donde había de obrarse el milagro que hacía que nuestra ropa destacase en medio de la ropa de los demás por suavidad y olor. Sí, todos lo notaban y no reparaban en comentarlo.
Me acerqué -como hipnotizado- a ver las revoluciones de la lavadora EASY blanca mientras mamá terminaba de tallar unas servilletas. Tú estabas en la travesura completa: mojándote las manitas en una de las tinas de agua con suavizante. Te recuerdo como si te estuviese viendo ahora mismo. Tu melena pelirroja cuadradita, lisa en extremo y sedosísima. Tus ojos negros, grandes y redondos precedidos por tus largas pestañas también negras y esos pocitos en las mejillas blanquísimas cuando sonríes. ¡Tan bonita, Gaby! Traías una camisetita blanca y unos shortcitos bombachitos también blancos como tus calcetas y zapatitos. Hacía calor. Estábamos a punto de irnos a comer cuando mi mamá -quizá intentando alejarte de la traveseada- te encargo ir por las sábanas de su cama que había dejado en el cuarto para ponerlas en la lavadora.
¿Por qué no fui yo? me he reprochado siempre.
Te fuiste jugueteando: entre corriendo, caminando y saltando. ¿Por qué no fui yo?
Nos quedamos mamá y yo esperándote. Entonces te vimos venir y yo creo que me puse más blanco que la sábanas que traías entre arrastrando y pisando. ¡Pobrecita! Un chorro de sangre te corría por la cabeza. Fue la primera vez, Gaby, te confieso, que tuve tanto miedo. Me puse a llorar cuando te vi así. Pensé que te ibas a morir al instante. No podía más que llorar.
- Mami, mami ¿qué tiene Gaby? ¿Por qué le está saliendo sangre de la cabeza? Mami, mami...
Tú no estabas asustada porque -inocente y chiquita- no te habías dado cuenta de la sangre que te resbalaba por la frente. Sólo decías que sentías caliente la frente. Yo no hacía más que llorar. Pensé tantas cosas con mis seis o siete años.
Mi mamá que ha sido siempre fuerte y sobretodo valiente no perdió la calma y aun tuvo la templanza de interrogarte:
- ¿Qué te hiciste, hija? ¿Donde te caíste?
Entonces nos enteramos. Había un cajón abierto en la recamára y cuando tomaste las sábanas te tropezaste y te diste en la frente con una esquina y de allí la sangre y sangre...
Te llevaron al hospital y yo me quedé llorando, pensando en que quizá ya no regresarías...
Afortunadamente, mis temores se esfumaron cuando te vi entrar toda tierna y bonita con una gacita en la frente, ignorante de los presagios amargos de tu hermano llorón y victoriosa de tu batalla contra las sábanas rebeldes.

Han pasado muchos años de eso y te confieso que aún se me rompen los ojos cuando me acuerdo de aquel instante en que te vi la carita llena de sangre y pensé en que íbamos a separarnos. Y, bueno, sí, efectivamente tendremos que separarnos algún día, pero mientras tanto recuerda que te quiero muchísimo y que como no hubo dinero este año elegí regalarte este recuerdo que quizá no mejore tu vida ni te haga sentir mejor, pero que habla de lo importante que es tu presencia en la mía. ¡Me encanta ser tu hermano! Y sí, sí, sí, ya estoy llorando otra vez... poco he cambiado :)

¡Te quiero mucho, Gaby! ¡Feliz cumpleaños!

segunda-feira, abril 23, 2007

Bitácora de mi viaje


No se despeñó ningún avión. Sigo vivo. Fueron cinco días maravillosos. Se pasaron rapidísimo, me quedé con ganas de más, pero fueron suficientes para regresar lleno de alegría y de tranquilidad a retomar las riendas de mis estudios y mi trabajo.
Prácticamente pude hacer todo lo que quería, lo que había planeado, excepto ir al cine. Sin embargo, lo apunté en mi libreta de pendientes para la próxima vez que regrese que -espero- no sea dentro de mucho. Sí, sí, lo confieso, vengo muy optimista.
El miércoles amanecí en Houston donde tuve que hacer escala antes de llegar a Monterrey. Tenía hambre. Y es que después de 4 horas de vuelo desde Sacramento, sólo había pretzels y bebidas (no alcohólicas, obviamente) en mi estómago peregrino. Así, pues, me acerqué a una de esas tienditas típicas de los aeropuertos y compré -muy healthy, muy healthy- una manzana y un botecito de yogur deslactosado. Me atendió una mujer vietnamita algo mayor, a quien por poco y no entiendo. Su acento -como muralla infranqueable- me hizo sentirme tan inseguro de mi proficiencia oral en inglés que me hice entender a señas y gesticulaciones. En fin, me dio bien mi feria y eso me tranquilizó.
Llegué a Monterrey y después de un incidente ridículo con ciert@ oficialuch@ de aduanas que me quería confiscar la láptop nuevecita que le llevaba a mi hermana -un MacBook hermoso-, en la sala de espera me aguardaba ya mi aguísimo Adrián, perfumado, fashion y on time. Es siempre una alegría regresar a Monterrey y verlo y conversar y poder hablar en nuestro argot. Es mi amigo de los tiempos de la universidad, de los únicos que me quedan en Monterrey, al cual me alegra ver mejor cada vez que me echo un salto por allá. Después de que abordamos, su flamante coche, que maneja y muy bien en medio de un tráfico como el de Monterrey, me reencontré con una ciudad exultante y plenamente viva ya a esas horas de la mañana. El cerro de la Silla de fondo me puso la piel de gallina y sentí de manera plena la alegría de estar de vuelta. Después fuimos al Tec donde uno realmente batalla para no quedarse bizco o sufrir un ataque de tortícolis. Sin embargo, pude conservar mi salud intacta...
Más tarde, Janell, Adrián y yo comimos de manera suculenta en un restaurante de comida oaxaqueña en el Barrio Antiguo, donde la tropa entera de meseros se enteró de que nuestra mesa era súper arcoiris. Pasamos un momento agradabilísimo. A Janell tenía años luz de no verla. Fue un gustazo encontrarnos y ver que su vida marcha estupendamente. Me gustó verla optimista, guapísima y en plenitud de dotes como la gran conversadora que es. Además, ¡cuera!, me regaló un libro de historia colonial -Historia del Nuevo Reino de León (1577-1723)- que me traje a Sacramento cuidadosamente envuelto para que figure en mi librero de honor (el que está en mi habitación).
Por la tarde tomé el autobús a Monclova y emprendí propiamente hablando mi camino a casa. Se hacen 3 horas en autobús de Monterrey a Monclova. Tres horas en las que disfruto sentarme a lado de la ventanilla y ver el paisaje que es desolador, dramático y hermoso, al mismo tiempo. Vi una puesta de sol, de ésas que no se ven por acá. Dormité un poco, lo confieso. Me eché una pestañita deliciosa. De ese sueño con el que sólo sé coincidir en el autobús a Monclova. No sé, es difícil de explicar, pero así es.
Llegué a la central de autobuses y caminé hasta mi casa con el corazón como acordeón por la sorpresa que le iba a dar a mi familia. Y, entonces, todo fue alegría en diferentes formas. Ver a mi madre, abrazarla, besarla... sentir que estaba allí. Querer llorar de gusto y no poder más que sonreír. Luego, estrechar a mi hermana que está más guapa que nunca y sentirme orgulloso por lo valiente y buena que es. Ver la cara de incredulidad de mi padre cuando me vio entrar a la casa y ser testigo de ese buen humor inagotable en él... Estar con mis abuelitos, plenos de dulzura y sabiduría. Acariciar a Bobby, el perrito de mi abuelita, que no pudiendo disimular su alegría hacía acrobacias enternecedoras. Estaba en casa nuevamente...
Comí muchas paletas, tomé muchos helados porque no podía desaprovechar la oportunidad. Crecí comiéndolos y me hace falta siempre mi dosis de "nieve" -como llamamos allá al helado- y paletas. El que mi madre y mi abuelita cocinasen para mí fue recuperar el privilegio que tuve cuando vivía en Monclova, en mi casa. Se desperezaron en mi lengua sabores que están ya no sedados, sino hibernando por acá. ¡Qué festines, qué festines me dieron!
En fin... los días volaron. Me reservaré los gratísimos momentos que pasé con mi má, con mi pá, con Gaby, con todos. Las noches eran súper chidas porque platicábamos hasta las 2 ó 3 de la madrugada poniéndonos al corriente de todo. Ahora que regreso a mis noches solitarias recuerdo esas desveladas con muchísima nostalgia. Sin embargo, estoy muy muy contento de haber podido verlos. Los quiero mucho y siempre me hacen mucha falta, pero ellos entienden lo importante que es defender con vehemencia la consecución de los sueños que, por cierto, nunca es ni fácil ni del todo gratuita.
Ayer domingo, después de empacar una carga obscena de dulces típicos de Monclova, un envueltito de tamales hechos por mi madre y mi abuelita y tragarme muchas muchas lágrimas y pucheros frente a mi má, mi pá y mi hermana, regresé a Monterrey para tomar el vuelo de regreso. Estuve con Adrián nuevamente y también con Chuy, su novio, quien cocinó un muy rico brunch de domingo con sabor muy centralino. Pasamos un rato muy bonito. Después el aeropuerto y todo lo que ello implica: revisiones, prisas, estrés, quedarse solo...
Llegué completito acá, pero eso sí, rabiando de hambre porque, una vez más, no me dieron más que porquerías durante el vuelo. Afortunadamente un dulce de nuez de los que me traje para regalar (sí, claro, ajá, jeje) agotó mi hambre. Me duché escrupulosamente y me fui a dormir contento, pensando en todo lo que disfruté mi viaje.
Pienso siempre en el regreso, aunque estoy feliz acá en California. Mi vida, mi vida es una paradoja. Hay que seguir, para adelante, adelante siempre, me repito, mientras les cuento (es decir, posteo) y me como con gran deleite un par de tamales riquísimos -vestigios materiales entrañables de mi viaje- calentados con muchísimo cuidado para que el detector de humo no se active y se arme el sanquintín en el complejo de departamentos en el que vivo.

¡Salud, salud por todos!
Ya estoy de regreso...

terça-feira, abril 17, 2007

México

A la medianoche de hoy (de mañana, propiamente) vuelo a México.
Es difícil escribir cuando se está profundamente emocionado. Y como lo estoy, me siento incapaz de hacerlo ahora mismo; sin embargo, quería compartir con ustedes -mis amigos- mi alegría. Estoy feliz porque podré ver a mis papás, a mi hermana, a mis amigos de allá; caminar por mi(s) ciudad(es), ser donde ya no soy ahora...
Volaré toda la noche y por la mañana amaneceré en Monterrey y veré montañas nuevamente y me reencontraré con el semidesierto. Ojalá me toque ver llover allá, es algo único allí...

Y bueno, nunca le he tenido miedo a los aviones, pero pues si llega a fallar algo y nos despeñamos, recuerden que los quiero mucho a todos, quizá menos de lo que cada uno se merece.

¡Abrazos de felicidad!

domingo, abril 15, 2007

Seis rarezas sobre mí

Mi amiga Andrea, desde Costa Rica (aka Tiquicia), me ha puesto el reto de enlistar seis rarezas sobre mí. Me encanta la idea y, a la vez, me pone en aprietos porque percibir esos pequeños (o enormes) detalles no es nada fácil cuando es de uno mismo de quien se habla. En fin, he estado pensando y pensando; preguntando aquí y allá; recordando los comentarios que se me han hecho sobre "cositas" que llaman la atención en mí.
Y, bueno, aquí están las seis rarezas y un poco más:
1. Mucha, mucha de mi ropa y de mis cosas son verdes. Es mi color favorito. De hecho, hay un poema de García Lorca que también es de ese color (Romance Sonámbulo) y que me encanta. A propósito ¿de qué color es la bandera de Brasil? ¡Vaya coincidencia!
2. El color de mi cabello -como los árboles- cambia de tonalidad visiblemente dependiendo de la estación del año. Se oscurece, se aclara. En fin... sus cambios, así como su manejo son implacables. Y ¡NO!, ¡no me lo tiño!. Ésa es una de las preguntas que siempre me hacen "¿Te tiñes el cabello?" y a las que tengo que contestar que NO ante la incredulidad general. Ay, bueno, whatever!
3. Necesito abrazar una almohada todas las noches o durante mis-cada-vez-más-escasas siestas para estar "a gusto" y dormir bien. No importa que no haya almohada para descansar la cabeza mientras haya una para abrazar.
4. Me gusta empapar de suavizante mi ropa, las sábanas, las colchas, las cobijas cuando las lavo. De lo contrario, no siento que estén limpias. Me gusta que huelan rico. Y sí, ¡para qué negarlo! de paso apoyo a la economía nacional comprando Suavitel, del cual soy un seguidor irredimible.
5. Odio tener mis libros de la universidad o la láptop con propósitos laborales en mi habitación. No me gusta que mi cuarto se convierta en extensión de mi oficina o mis áreas de trabajo. Procuro que sea un espacio exclusivo para el descanso y la felicidad; o sea para dormir y, eso, ¡ser feliz!... Así es que el trabajo, las lecturas obligatorias y todo lo que suponga estrés trato de que se queden afuera. La única manera en que mi láptop o libros entran es -en el caso de mi láptop- para chatear con mis amigos o para escribir y -en el caso de los libros- que sean cosas que lea por gusto. Mi ipod, sin embargo, es siempre bienvenido en mi cuarto. Frecuentemente amanece entre mis sábanas o por el suelo después de cantar toda la noche para mí.
6. Siempre le pongo nombre a las cosas que se convierten -de alguna u otra manera- en parte imporante de mi vida. Mi ipod se llama "Garcilaso" (en honor al Inca Garcilaso de la Vega), mi láptop se llama "Molina" (por mi personaje preferido en El beso de la mujer araña), el nombre de mi camioneta -que se quedó en México- es "Poti" (la compramos en San Luis Potosí; por ende es potosina, es "Poti").
7. Irremediablemente se me secan los labios cuando estoy nervioso. Por ende, me los chupo cuando se me secan y, a los pocos instantes, eso hace que se me sequen más. En fin, es una cadena de acciones que me hace ver muuuy tonto frente a quien me pone nervioso. El punto es que me es difícil disimular...
8. Ir a correr -cosa que hago religiosamente todos los días- me pone de excelente humor; me inspira. Es una de las actividades más placenteras que conozco. No me parece nada aburrida como muchos la perciben. ¡Me encanta sudar! A veces, no sé si corro o bailo. Con Garcilaso a los oídos, sorprendo frecuentemente a mis zancadas convirtiéndose en pasos de baile (de baile alternativo-psicodélico, claro). Me divierto bastante. ¡Oh sí!
9. Me gusta el olor de las páginas de los libros nuevos y de los no tan nuevos. ¡Vaya rareza!, ¿no? Además, soy el mayor comprador compulsivo de libros. Tengo muchos que he comprado y aún no he leído por falta del tiempo que invierto comprando más y más libros.
10. No puedo dormir sin un vaso de agua en mi buró y con la habitación completamente oscura. En eso también soy como un vampiro.
11. Soy tremenda y estúpidamente simple cuando estoy feliz: me dan ataques de risa incontrolables y escribo versos de manera involuntaria.
12. Cuando me emociono, ¡me paso! Para muestra un botón: me pidieron seis rarezas y ya di el doble. ¡Soy un exhibicionista, no cabe la menor duda!

¡Mucho gusto, soy Ernesto, idealista, impaciente y barroco!

sexta-feira, abril 13, 2007

De acordadas al son de un acordeón


Parece que ésta es una noche para la nostalgia. Descompuesto mi teléfono y solo en mi departamento, todo parece haber sido dispuesto para que los recuerdos de las cosas idas o lejanas en el espacio se aproximen. Quizá sea la cercanía de mi viaje a México lo que me ha puesto así.
La nostalgia de la que hablo es ésa que me acerca a los momentos en que he sido feliz. Y, hoy, sobretodo, hay que celebrar la felicidad.
Hay algo de lo que pocas veces hablo. Me refiero a la música. Sí. Tengo gustos muy variados, pero hay uno que hace que a muchos se les encrispen los pelos cuando me confieso seguidor indiscutible de ese género. Hablo de la música norteña. De la auténtica, de la folclórica, y de la no tan folcórica, de ésa que tiene como gran protagonista al acordeón.
Siempre, toda la vida, desde que era niño la recuerdo rondándome. Mis abuelos en su radios la escuchaban. Mi abuelito Juan cuando pintaba silvando sus kilométricas mantas; mi abuelito Ernesto incansable haciendo la nieve y las paletas; mi papá en su camioneta, en su habitación, en el trabajo... Papá la oía siempre. En la casa por las tardes cuando llegaba de trabajar, antes de acostarse, mientras se afeitaba y siempre -religiosamente- por las mañanas, antes de llevarnos al colegio.
Yo la detestaba en aquel entonces. Odiaba el sonido del acordeón y hacia mofa de las letras de los corridos, de la tonada de las canciones, del timbre de voz de lo(as) cantantes, de las polkas, de las mazurkas, de los chotís; de cualquier cosa que oliese a Noreste. Aprovechaba cualquier descuido de mi papá para cambiarle de estación o apagar su radio. Era malo -lo sé- o tal vez muy chico, muy inmaduro. No conocía el temple que nos otorgan la distancia y las dificultades.
Pasó el tiempo y me fui a estudiar a mi Monterrey. Luego me vine a EE.UU. y, entonces, tuve una iluminación. No recuerdo exactamente la fecha, pero fue en Texas.
Puedo ver aquel instante. Me puedo ver en él. Iba atravesando la explanada frente a la rectoría de UT cuando me vi en medio de una masa de gente atenta a lo que acontecía en un estrado. Parecía haber un gran evento de estudiantes extranjeros. Quizá era octubre. Me quedé. Terminaron de actuar unos asiáticos y de repente ¡zas! que anuncian México. Me venció la curiosidad o no me quise ir. En fin... Empiezan los acordes del acordeón. Sale en trajes típicos del Noreste un grupo de muchachos mexicoamericanos y comienza el baile. Era una polka. Fue demasiado para mí. Me deshice. Sentí-pensé (así en una palabra) tantas cosas: mi papá, mis abuelitos, mi ciudad, el semidesierto del Noreste, mi infancia, los viajes por las carreteras del norte al lado de mi familia.... Lloré. Me di cuenta de que esa música de la cual me había afrentado siempre era parte irrenunciable de lo que soy; de los que han sido para que yo sea.
Algún día, por mi papá, por mi abuelito Juan, por mi abuelito Ernesto, aprenderé a tocar el acordeón. Homenaje a lo que amaron y a lo que siempre -sin reparar en ello- he amado yo también. Por lo pronto, sigo escuchando en mi láptop y en mi ipod (aka Garcilaso) música norteña. Paso por entre la gente y me miran muchos sorprendidos. Yo simplemente sonrío y hasta, a veces, hago uno de esos pasitos de baile que uno aprende allá en el Noreste para acompañar esta música.
Hoy estoy contento y nostálgico. Pienso en mi familia, en mi papá -que pronto voy a ver- y mi corazón hoy es puritito acordeón.
Para todos ustedes, "Flor de Capomo" (canción favorita de mi abuelito Ernesto y ahora de mí también), gracias a las maravillas del Youtube. Disfrútenla.

quarta-feira, abril 04, 2007

Roberto desde el Valle de Texas

"Tu voz regó la duna de mi pecho
en la dulce cabina de madera.
Por el sur de mis pies fue primavera
y al norte de mi frente flor de helecho".
- Federico García Lorca


Teléfono. Sorpresa. Escucharte. Alegría. Todo en uno.
Distancia. Tiempo. Despedida.
Gracias por tu voz, por el momento.
Colar abrazos en el auricular.
¡Te quiero, amigo!