El tiempo camina en círculos. Un laberinto más siniestro que el de Creta nos encierra en el pasado. Una y mil veces revivimos en el presente encuentros desafortunados donde nos dejamos devorar por minotauros que huelen a rancedumbre, a terrores familiares. La vida nuestra -cuando nos damos cuenta- no es más que una proyección
ad aeternam de ese instante de dolor que se reescenifica una y otra para reducirnos al sofoco de ese dédalo forjado en el pasado.
¿Cómo volver a ese primer momento de desgarramiento sin pensar que fue una nimiedad sin más relevancia que aquellas primeras lágrimas vertidas que no encontraron [y aún no hallan, tal vez] la bondad de una cicatriz? ¿Cómo perdonar y esquivar el dolor a través del olvido? ¿Cómo dejar el laberinto de aquel instante para vivir afuera?
Tenía, entonces, doce años cuando supe de las mariposas en el estómago, del rubor en las mejillas, del sudor en las manos, del asalto misterioso del deseo y de los tartamudeos y el nerviosismo inusitados. Comencé a vibrar ante la belleza y supe lo que era desear una presencia y, a la vez, contentarse en aquellas coincidencias que nos cruzaban y prometían posibilidades.
Así, un día, sin más, descendió sobre mi el llamado de la poesía y emprendí el descubrimiento de la escritura. Ese mismo día, sin embargo, que conocí la voz de la poesía, lo perdí a él. Los prejuicios, el miedo y la enrarecida atmósfera conservadora de un colegio religioso de provincias atestiguaron aquel primer instante; se convirtieron en instigadores de esa descorrespondencia forzada entre él y yo. Si yo era el raro, el que estaba mal ¿quién iba a querer escucharme? ¿quién querría estar conmigo? Él se fue. Y me quedé solo...
Y cerré puertas y ventanas en mí. Sellé cualquier resquicio que me significase vulnerabilidad. Descarté al amor y, a pesar de vestirme con tan gruesa armadura se me olvidó que aquella herida aún estaba expuesta y habría de estarlo por mucho tiempo.
¿Y cuántas veces viví lo mismo que había pasado a mis doce años frente a diferentes caras, bajo diferentes circunstancias y en diferentes lugares pero pasando esencialmente por lo mismo? Caminaba en círculos cayendo en el mismo sitio y de la misma forma. ¿Qué verdugo más cruel que uno mismo al actuar y dirigir una y otra vez aquella reescenificación del dolor?
La poesía, no obstante, que había estado allí siempre extendió su haz de luz para salvarme. Fue ella en la ausencia de todo, en la ceguera de un traspié tras otro, la que me ayudó a aceptar mi diferencia, a estar orgulloso de ella, a apreciarla. Fuiste tú, Poesía, quien me dio las alas para dejar atrás aquel laberinto y viajar ligero a los bosques suaves donde habitas. Me asomé con timidez a ti como quien lo hace frente a las aguas de una fuente de suma belleza y pude ver mi reflejo sin distorsiones ni dolor. Me reconciliaste conmigo y con la posibilidad del amor después de haber sido presa voluntaria de tantos minotauros.
Por ti, Poesía, he conocido a mis amigos más cercanos, a quienes también acercaste a ti para colmarles la sed. Gracias a ellos y a ti, he descubierto que para alejarme de aquel laberinto también debía liberarme de la lógica dolorosa de sus muros que, en momentos, parece dirigir mis pasos y me hace sentir la angustia que experimentó aquel niño de doce años mientras veía cómo su primera ilusión romántica desembocaba en un abismo de desgracias.
Si me has llamado a los bosques que te rodean, Poesía, ha sido para curarme, para otorgarme la posibilidad de ser feliz. No es fácil pasear por tus valles floridos, verdes y placenteros sin verse tentado por la inercia a hacerlo en círculos. No hay laberintos eternos. Lo sé ahora. Sin embargo, necesito tiempo para acostumbrarme y vivir a plenitud esta libertad que me has regalado. Ayúdame a aprender a caminar pensando en el presente y a olvidar la errancias y el dolor de mis pasos circulares de antes.
La posibilidad del amor brilla a lo lejos y ya no quiero tener miedo. He decidido creer y camino ya a su encuentro...