Pasaron los meses, se acabo el año y muchas cosas cambiaron. Descubrí la raíz de un dolor grande que tenía suspendido en la incertidumbre al apego más profundo que he sentido por alguien. A manera de gotero se han ido esclareciendo las cosas, no sin mucho dolor y tristeza. Comienzo a entender y a aceptar un luto que llevaba tiempo remedando, a ratos escondiendo, muchas veces negando. La pérdida no se completa hasta que se la comprende del todo. Y no sólo comprenderla a ella en sí misma, sino el proceso que desembocó en la obsolensencia de este afecto. El amor nace, tal vez siempre, compartiendo la visión de un espejismo. En mí, esa imagen reverberó y comenzó a tener peso y cuerpo hasta convertirse en un Bagdad que olía y se escuchaba y existía para nosotros. En cambio, ese espejismo en ti, jamás dejó de ser -quizá- una alucinación placentera en una de tus primeras incursiones al desierto del amor y sus ilusiones. O tal vez cuando avizoraste a Bagdad majestuosa, te llenaste de miedo, de sobrecogimiento, te asustaste... y, como eres tan joven, decidiste aferrarte a tu alfombra voladora y remontar el vuelo hacia un mundo que prometía aventuras que -pensaste- te serían inalcanzables en nuestra Bagdad.
La ciudad, Bagdad, se ha desvanecido. Con dolor profundo he presenciado el colapso de sus espacios, de los jardines que construí pensando en tu risa, en el futuro... En fin se acabó el año y ahora hay que levantarse, cerrar este largo paréntesis y aceptar que aún huele a nostalgia por todos lados, pero saber que la añoranza que se siente por geografías irreversiblemente idas, por atlántidas sumergidas terminará por convertirse en una sala que la memoria instalará en un museo que existe en la parte del corazón que es indestructible.
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