Pasé mucho tiempo pensando que la vida de mi abuelo y la mía no sólo eran distintas, sino opuestas y que, por tanto, las diferencias entre ambas eran irreducibles.
El tiempo ha hecho cambiar las cosas sobremanera. He descubierto que todo era cuestión de perspectiva. "Su camino es la antítesis de mi sendero" -pensaba yo, entonces-, pero no me daba cuenta que, en la vida, al igual que en Mexticacán (el pueblo de mi abuelo), no bastaba sólo con pararme en un sitio y pensar de manera categórica -encandilado por la ilusión óptica- que, para llegar a otro, tal o cual calle no debía ser muy difícil de subir. Antes de llegar siquiera a la mitad, me sorprendía siempre el sofoco porque aquellas no son calles, sino cuestas y, entonces, entre los jadeos, el sequío (como él llama a la sed) y múltiples dolores musculares, me descubría engañado por la parquedad de mi visión. Así igualito, me equivoqué cuando pensé ver entre su existencia y la mía piezas inconcatenables, la evidencia incontestable de un descoyuntamiento definitivo. Siempre -como en las películas de vaqueros que tanto le gustaba ver- nos vi caminando al uno y al otro, espalda contra espalda, hacia extremos opuestos de una calle que se perdía en ambos horizontes. No dábamos pasos para enfrentarnos en un duelo, sino para distanciarnos terminantemente (bueno, yo -de nuevo- seguía pensando por los dos). Así, él continuaría su camino hacia la realidad, donde los negocios y el presente marcaban el ritmo de las largas jornadas de trabajo (sobrehumano, he de decir) en la paletería. Yo me escapaba -a velocidad de Hermes- montado en los libros hacia otros tiempos, donde no había que pensar en palabras que dolían -como las botas que yo traía cuando estaba en Mexticacán- como ayudar, pagar, granjear y merecer; y sí, en cambio, podía guarecerme del calor atolondrante de aquella realidad -calcada y repetida sobre ella misma ad infinitum- a la sombra de la poesía y la literatura.
Sin embargo, no. No era así. La perspectiva que dan los años y la madurez nos aguzan la mirada. Hoy puedo decir que aquellos pasos que -según yo- dábamos, espalda contra espalda, hacia destinos distintos eran marcados sobre un sendero, cuyos extremos no se alejaban para despedirse, para distanciarse; sino para reencontrarse y fundirse en otra parte.
Ernesto, se llama él y, como él y por él, también, así, me llamo yo. Somos tan parecidos... Y no es esto una apreciación resultado de observar someramente sólo el espectro anecdótico de nuestros avatares (ambos salimos de nuestras casas bastante jóvenes buscando otras oportunidades, los dos dejamos nuestros pueblos, vivimos por un tiempo en los EE.UU., se nos negó la compañía del amor de nuestras vidas...), sino la certeza de que la carrera que el inició por allá de los 1929, se prolongorá en ésta que, claudicante, emprendí yo, en Monclova (donde él tuvo que establecerse) en 1980. Es cierto, sus circunstancia y las mías siempre fueron y han sido diferentes, pero mirándolo en perspectiva, nuestra lucha es la misma. La de él nació con el sueño de comprar las tierras en las que su padre -mi bisabuelo, mi nino, como le decíamos- había abonado con su juventud y fortaleza para convertirlas, así, en un regalo para él, para mi nino. Lo logró y con creces... A la vida le gustan las paradojas. Así, pues, si el sueño aquel de mi abuelo se había realizado gracias a su permanencia y trabajo en Monclova, sería allí, precisamente, allí, donde habría de nacer otro sueño, un anhelo más intenso y, por tanto, más escurridizo, el cual es aún inalcanzable para él: el regreso a su pueblo, a su Mexticacán del alma. En 1961, después de haber sido proyector de una compañía itinerante de cine que viajaba por los Altos de Jalisco y el sur de Zacatecas, de desvivir como jornalero en los Altos y de batallar como bracero en California, empeño lo poco que tenía y se fue al norte, "así: a la brava" -como él dice-, a Monclova con mi abuela, mi madre y mis tíos a pelear por sus sueños. Y pasaron los años y allí estaba Mexticacán, siempre. Presencia constante era la suya en sus palabras y, sobre todo, en su mirada. Desde 1961 hubo de repartir su vida entre su Jalisco y Monclova. Sin embargo, aún en Monclova, su Mexticacán lo acompañaba siempre. En sus mortificaciones (como él llama a las preocupaciones), en sus proyectos y, sobre todo, en los anhelos que destilan sus relatos. Por eso, ya no hay razón para decir que "soy el primero en mi familia que hace algo relacionado con literatura o el primero al que le gusta la lectura". Ahora me doy cuenta que el gusto por las historias y los relatos vienen de aquellas tardes, de aquellos instantes que salpicaban los bochornosos días en que, inconscientemente todos terminábamos formando un círculo a su alrededor sólo por el placer de escucharlo. Allí comenzó -o, más bien, continuó- todo en mí. De esos momentos, de escucharlo a él -a mi abuelo- germinaría mi gusto por la lectura y el placer de la escritura. Es verdad, él jamás regresó a sembrar sus tierras como deseaba, pero sembró en mí su esencia -el contar historias- y la continuidad de la nostalgia por la provincia.
Regresaré a ella, estoy seguro, no en las circunstancias que lo hubiese hecho él. Pero sí lo haré al lado de un hombre (mi amor) que ame esa vida del campo, a la que mi abuelo -montado, yo, en sus palabras- me llevaba siempre y con la que, hasta hoy, me hace soñar.
Sigo caminando por este sendero y, aunque mis circunstancias y el ser gay me hacen distinto, soy como él. Sólo le pido a la vida (a su Diosito, como él le decía) que me ayude a cumplir ese sueño del cual yo soy portador. El sueño de él, de mi abuelo...
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