A los tres años y medio de ser tres y estar viviendo juntos, llegaste tú y, entonces, comenzamos a ser cuatro. Era 1984... año de buenos augurios e indicios afortunados...
Recuerdo cuando me dijeron que vendrías. El mundo en el que jugaba dejó de tener el hálito de novedad y curiosidad que lo revestía y le cedió el paso a la promesa de ti. Mis juguetes, en especial el payasito de color café y amarillo, con el que solía jugar cuando me bañaba mi mamá -mientras yo le suplicaba lloroso que champú no, champú no- terminó por quedarse abandonado en el baño. Ya ni su nombre recuerdo... Entonces, todo fue prepararse para tu llegada. Empezaste a ser la esperanza de una presencia en mis juegos, hasta ese momento, solitarios. Me ponía a imaginar que cuando llegases podría jugar contigo cerca de las macetas -donde tan cuidadosamente jugaba sin ensuciarme-, que compartiríamos mis colores y las páginas de los libros de iluminar que tanto me gustaban o que te sentarías conmigo en la banquita del despacho de la paletería a comerte una paleta de món, que aún ahora me fascinan.
El día decisivo llegó. Lo recuerdo perfectamente. Puedo vernos a los tres a bordo de la camioneta dorada de mi papá que -cosa extraña en él- no estaba nada nervioso ese día. Bueno, en realidad, ya íbamos los cuatro, pero yo a ti no podía verte. En realidad, nadie podía hacerlo, pero yo tenía la sensación de ser el único al que no le quedaba claro como serías. Sí, sí, por supuesto, sabía que te movías de vez en cuando -y lo sentía con ecos y cosquillitas en mi pecho cada vez que ponía mi mano en el vientre de mi mamá-, pero no podía verte...
Mientras papá manejaba, mi mamá iba de lo más tranquila en el asiento del copiloto. Yo me había pasado a la parte de atrás de la troca, como adivinando ya el lugar que iba a ocupar en ella desde el momento en que te nos unieses. Ustedes tres adelante y yo atrás. Yo venía, pues, saltando, contento, haciendo ruido y -seguramente- venía aplaudiendo: ese pequeño defectito que te contagié cuando empezaste (probablemente por influjo mío) a tortear tus manitas y, gracias a la maestría alcanzada en él por ambos, desafiábamos y aún hoy desafiamos a cualquier multitud aplaudiente.
Por fin llegamos a la Clínica San Martín. Mami bajo por su propio pie y así -valiente como ha sido ella siempre- entro sola al hospital, mientras papá y yo buscábamos estacionamiento cerca de la casa de mi abuelita Popa, que no vivía nada lejos de la clínica y con quien habría de dejarme mientras tú te decidías a darnos la carita.
¿Te confieso algo? También recuerdo lo que yo llevaba puesto ese día. Un trajecito azul con letras redondas que decía ROLLER. El mismito con el que estoy retratado en esa foto que me tomaron en la primera casa que tuvimos, con todo y mi cabeza enorme, mis ojos tristes y ese gesto de travieso que tuve siempre... ¿Quieres saber otra cosa? Ese traje era mi favorito. Le había pedido a mamá que me lo pusiera ese día, como presintiendo que sería un día especial, como lo eran entonces los domingos, cuando aún me gustaban...
Honestamente, no recuerdo nada de lo que paso entre el instante en que me dejó mi papá en casa de mi abuelita y el momento en que entré a la habitación de la clínica y te vi y me viste por primera vez. Seguramente mi tía Ana se hizo cargo de mí y me llevó a hojear libros y a contarme historias, mientras mi abuelita Popa, sentada -tal y como la recuerdo siempre- en aquella mesa redonda de la cocina hacía tortillas de harina y otros quehaceres domésticos que siempre parecían ser placenteros en ella. Siempre cantaba. Me gustaba sentarme a la mesa y verla y hablar. Abría el botecito transparente con tapa verde -donde guardaba las galletas- y era de ley que me sorprendiese con un sabor y variedad diferente de galletas: frente a mis ojos y por mi boca desfilaban, así, hawaianas, barritas de coco, animalitos, morelianas, polvorones... todo el surtido rico, cuyos sabores convoca ahora instantes de aquella infancia lejana. Y luego, entonces, me daba limonada (la mejor que he probado y que nunca más beberé ahora que ella se ha ido) y me hacía mi taco de aguacate. ¿Cómo no recordar con ternura, güelita, que mientras más viejita te ponías más duras y más ricas te salían las tortillas y la limonada?
Lo más seguro es que esa tarde yo haya tomado mucha limonada y que me haya dejado consentir por mi abuelita y mi tía Ana, antes de ir a conocerte. Vendría, tal vez, mi papá por mí para ir a la clínica. No sé, no me acuerdo en qué pensaba mientras caminaba al hospital desde casa de mi abuelita. Probablemente en nada. Eso sí, estaba muy emocionado. Debió pacerme un tramo larguísimo, el que caminamos papá y yo a la clínica, aunque ésta no distaba más que una cuadra. Era la tarde soleada de un domingo veintidós de abril y hacía calor. Ese fue el día que escogiste, Gaby, para volvernos cuatro y volvernos plenos. Entré a la habitación. Había llegado el momento. Papá me cargó porque esa era la única manera de alcanzar a mi mami y darle un beso. No pude abrazarla como quería, solo pude rodear su cuello. Estaba muy bien, aunque parecía muy cansada, pero sonreía. Estaba feliz ¿Qué mejor regalo que la sonrisa de mi mamá?
Y estabas allí... yo, quizá, te imaginaba de muchas maneras, pero todas ellas desaparecieron en el momento en que nos conocimos: chiquita, rojita, delicada y blanca. ¡Tanto así que mi papá te podía cargar en una mano! Fue el quien te acercó a mí y yo te di un besito en la frente y me sentí feliz porque al fin te conocía. ¿Has visto las fotos de ese día? Son las primeras en las que comenzamos a ser cuatro. Dejé de ser hijo único con todo el gusto del mundo y comencé a ser tu hermano, el hermano de Gaby.
...Me duele no estar contigo y celebrar tu cumpleaños ahora, allí, a tu lado, pero ¿sabes? vendrán tiempos, hermanita, en que todos volvamos a sumar cuatro en el mismo lugar y al mismo tiempo y ya nunca más en la distancia y en los recuerdos.
Gracias por llegar a nuestras vidas, por hacernos cuatro, por hacernos plenos...
¡Te extraño, te quiero mucho!
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