Han pasado poco más de dos mil años y su figura sigue siendo aún motivo de polémica y origen de disputas irresolvibles y no poco estériles, por no decir absurdas: que si fue el Mesías, que si fue hijo de Dios, que si fue el último profeta, que si fue un impostor, que si estuvo casado, que si su madre era virgen, que si en verdad resucitó, que si históricamente existió.
Lleguemos o no, algún día, a darle fin satisfactorio a tan enconadas/irrelevantes discusiones, lo innegable es que a causa de ese hombre -de quien sabemos poquísimo y a quien ciertos textos adjudican una modesta existencia de poco menos de siete lustros- cambió no sólo la manera en la cual contamos el tiempo (para hablar de la más superficial de las obviedades), sino que -indirectamente- en su nombre se habrían de emprender campañas que cambiarían el rostro del mundo y desembocarían en este estado de levedad que caracteriza a nuestra posmodernidad.
Sin embargo, a pesar de todo lo que se ha escrito sobre él y lo que se habrá de escribir, subyace en aquellos que sobre él escriben (como yo, ahora) la impotencia de alcanzar lo inasible. Por ello, mediante la manipulación de su figura y bajo la protección de lo hacemos en su nombre, Jesús ha sido utilizado para legitimar desde las posturas religiosas más radicales hasta acciones obscenamente descabelladas que una máquina inagotable de canallas (aka "iluminados") ha llamado a realizar en su pro.
Me conmueve pensar en el Jesús que me enseñó mi madre cuando era niño. Ése que conocí antes de mis sábados-por-la-mañana de catecismo: el carpintero humilde, amigo de personas incómodas, estandarte de la esperanza para los que no tenían derecho a tenerla. El Jesús que nos dejó las enseñanzas más simples y más hermosas, pero, al mismo tiempo, las más desafiantes.
Al final es eso lo que se nos ha olvidado. Hemos vivido dos mil y tantos años peleándonos por tonterías, preocupados por cosas accesorias, tratando de fijar nuestras opiniones como las definitivas apellidándolas como dogmas de fe. No sé si haya pasado eso porque somos algo cortos de vista o bastante condescendientes con nosotros mismos (para citar las razones que nos dejan "mejor parados"), pero lo esencial continúa allí, sin tocar: sus enseñanzas. Eso es lo importante. Mesías o no, hijo de Dios o no, hijo de virgen o no, célibe o no, si resucitó o no, lo cierto es que seguimos discutiendo si la envoltura del regalo que él nos dejó, es roja o azul, si es de papel celofán o de china, si los listones son de oro u oropel... y el regalo sigue allí adentrito, guardadito, escondido, esperándonos. Allí siguen sus enseñanzas -intactas- aguardándonos y esa promesa que me sé de memoria: "Yo estaré con ustedes todos los días de su vida hasta el final de los tiempos".
Y lo está.
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2 comentários:
me encanta el final de tu post, ernie
Cuando uno se reconcilia con el cristianismo es capaz de ver la maravilla de esta doctrina, por ende, de la importancia de un personaje como Jesús, pero sólo entonces...
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