He aquí algunos de ellos:
La sensación de cansancio que experimento después de correr. Algo que media entre el ahogo, el calor y el dolor.
Estirarse las piernas después del ejercicio.
Los calambres en mi abdomen después de treinta y tres abdominales seguidos.
Beber un vaso de agua después de hacer una hora de ejercicio.
Darle tragos a un vaso de agua helada mientras mastico un chicle o chupo una tutsi-pop.
Acariciar con vehemencia a Kiyoshi mientras ronronea.
Orinar sobre la nieve por la noche.
Ver nevar desde la ventana, a media tarde, en Boulder.
La lluvia en Austin.
Mi casa en Monclova.
Meter mis manos debajo de la almohada y sentir que está helada.
Pasear mis pies entre las sábanas y sentir cuán frías están.
Andar en ropa interior y descalzo por mi departamento los días de verano.
Dejar el betún del pastel hasta el final, hasta después de acabarme el resto del pan en la rebanada.
Chuparme los dedos llenos de chocolate.
El sabor de la Snickers Ice Cream Bar.
La capirotada de mi abuelita acompañada con helado de crema de vainilla de la heladería de mi abuelito.
Las tortillas de harina (hechas con Harina Lista), recién hechas por mi mamá, con mantequilla Gloria.
Ir al cine por la noche.
Tomarte de la mano -a escondidas- en el cine.
Las palomitas con salsa Valentina.
Los yuquis de limón o de vainilla afuera del colegio.
Los abrazos, los besos, los cariños de mi mamá.
Las frasecitas ingeniosas de mi mamá.
Bañarme con la manguera en el patio de mi casa en el verano con sol y aire fresco.
El Incredible Grilled Eggplant Sandwich de The Cheesecake Factory los domingos por la tarde al lado de una buena compañía.
La Freshie Pizza con parmesano al centro y miel natural de abeja en los bordes de The Sink en Boulder.
La música norteña en la troca de mi papá.
La sopa de pollo de Elizabeth.
El mojito cubano de Rhumba en Boulder.
La raspberry beer de Mountain Sun en Boulder.
Las margaritas del Randie en su casa en Boulder.
La cerveza Lambic de frambuesa.
Mi cama en Monclova.
La salsa de tomatillos silvestres de Mexticacán.
El queso fresco de Mexticacán sobre los frijoles refritos.
Las tostadas en las kermeses de la Iglesia de Santiago Apóstol y en la Ermita de Nuestra Señora de Zapopan en Monclova.
Las granadas de casa de mi abuelita Popa en Monclova.
Viajar en autobús de pasajeros en México y estar en el asiento al lado de la ventana.
Pronunciar palabras altamente nasales en portugués.
El primer capítulo de Noticias del Imperio.
Escuchar la palabra literature pronunciada por un English Native Speaker.
Los diminutivos de mi abuelita.
Hacerle cariños a Bobby, el perrito de mi abuelita.
Dejarme morder por Bobby.
Aterrizar en Denver.
Los dominicanismos en boca de Elizabeth.
Las conversaciones con Fernando en su coche.
Ver a Elizabeth comiendo comida mexicana y enchilarse.
Las gorditas de queso, nopales y rajas con queso de San Pancho, Aguascalientes.
Ver el Cerro de la Silla en Monterrey.
Escuchar y ver a mi hermana tronando los dedos.
Mover los pies en la cama hasta quedarme dormido.
Cocinar.
Escuchar a mi papá decir queso.
El sabor de las aceitunas Kalamata.
El chai de Starbucks.
Las "gringas" y los tacos de trompo en Tacos Vitali en Monclova.
Dormir la siesta con la ventana abierta mientras cae el sol y sopla el viento fresco.
Despertarme a media noche y temblar de frío y después taparme.
Aplaudir con Gaby.
Despertar a media noche a causa de una fuerte tormenta e imaginar que estás conmigo y que me abrazas.
Ser tu antropófago.
El momento en que timbra mi celular y me sorprende ver que eres tú quien me llama.
Los días fríos, nublados y lluviosos.
El instante en que se me sale el corazón cuando voy a contestarte el teléfono o a saludarte.
Declinar con éxito hic, haec, hoc.
Leer y entender a Góngora y a Sor Juana.
Pesarme y descubrir que aún le simpatizo a la báscula.
Ponerme crema en los pies.
La primera página de El arco y la lira.
Ver andar de prisa al profesor Baena.
Cortar champiñones.
La risa de mi hermana.
El corrido de Monterrey con mariachi.
Las narices de hombres judíos guapos.
Escuchar a mi tía Yola echando maldiciones.
Oír a los árabes hablando en inglés.
El himno nacional.
Escribir...
Los geranios.
Volver cantada por Calamaro.
Las canciones de Mecano.
Conjugar en subjuntivo posible el nosotros.
Llamarte "bonito".
Verte conducir.
Verte dormir.
Escucharte respirar mientras duermes.
Tu olor.
Estar a tu lado...
...etcétera...
domingo, abril 30, 2006
sábado, abril 22, 2006
De adventō sorore meā
A los tres años y medio de ser tres y estar viviendo juntos, llegaste tú y, entonces, comenzamos a ser cuatro. Era 1984... año de buenos augurios e indicios afortunados...
Recuerdo cuando me dijeron que vendrías. El mundo en el que jugaba dejó de tener el hálito de novedad y curiosidad que lo revestía y le cedió el paso a la promesa de ti. Mis juguetes, en especial el payasito de color café y amarillo, con el que solía jugar cuando me bañaba mi mamá -mientras yo le suplicaba lloroso que champú no, champú no- terminó por quedarse abandonado en el baño. Ya ni su nombre recuerdo... Entonces, todo fue prepararse para tu llegada. Empezaste a ser la esperanza de una presencia en mis juegos, hasta ese momento, solitarios. Me ponía a imaginar que cuando llegases podría jugar contigo cerca de las macetas -donde tan cuidadosamente jugaba sin ensuciarme-, que compartiríamos mis colores y las páginas de los libros de iluminar que tanto me gustaban o que te sentarías conmigo en la banquita del despacho de la paletería a comerte una paleta de món, que aún ahora me fascinan.
El día decisivo llegó. Lo recuerdo perfectamente. Puedo vernos a los tres a bordo de la camioneta dorada de mi papá que -cosa extraña en él- no estaba nada nervioso ese día. Bueno, en realidad, ya íbamos los cuatro, pero yo a ti no podía verte. En realidad, nadie podía hacerlo, pero yo tenía la sensación de ser el único al que no le quedaba claro como serías. Sí, sí, por supuesto, sabía que te movías de vez en cuando -y lo sentía con ecos y cosquillitas en mi pecho cada vez que ponía mi mano en el vientre de mi mamá-, pero no podía verte...
Mientras papá manejaba, mi mamá iba de lo más tranquila en el asiento del copiloto. Yo me había pasado a la parte de atrás de la troca, como adivinando ya el lugar que iba a ocupar en ella desde el momento en que te nos unieses. Ustedes tres adelante y yo atrás. Yo venía, pues, saltando, contento, haciendo ruido y -seguramente- venía aplaudiendo: ese pequeño defectito que te contagié cuando empezaste (probablemente por influjo mío) a tortear tus manitas y, gracias a la maestría alcanzada en él por ambos, desafiábamos y aún hoy desafiamos a cualquier multitud aplaudiente.
Por fin llegamos a la Clínica San Martín. Mami bajo por su propio pie y así -valiente como ha sido ella siempre- entro sola al hospital, mientras papá y yo buscábamos estacionamiento cerca de la casa de mi abuelita Popa, que no vivía nada lejos de la clínica y con quien habría de dejarme mientras tú te decidías a darnos la carita.
¿Te confieso algo? También recuerdo lo que yo llevaba puesto ese día. Un trajecito azul con letras redondas que decía ROLLER. El mismito con el que estoy retratado en esa foto que me tomaron en la primera casa que tuvimos, con todo y mi cabeza enorme, mis ojos tristes y ese gesto de travieso que tuve siempre... ¿Quieres saber otra cosa? Ese traje era mi favorito. Le había pedido a mamá que me lo pusiera ese día, como presintiendo que sería un día especial, como lo eran entonces los domingos, cuando aún me gustaban...
Honestamente, no recuerdo nada de lo que paso entre el instante en que me dejó mi papá en casa de mi abuelita y el momento en que entré a la habitación de la clínica y te vi y me viste por primera vez. Seguramente mi tía Ana se hizo cargo de mí y me llevó a hojear libros y a contarme historias, mientras mi abuelita Popa, sentada -tal y como la recuerdo siempre- en aquella mesa redonda de la cocina hacía tortillas de harina y otros quehaceres domésticos que siempre parecían ser placenteros en ella. Siempre cantaba. Me gustaba sentarme a la mesa y verla y hablar. Abría el botecito transparente con tapa verde -donde guardaba las galletas- y era de ley que me sorprendiese con un sabor y variedad diferente de galletas: frente a mis ojos y por mi boca desfilaban, así, hawaianas, barritas de coco, animalitos, morelianas, polvorones... todo el surtido rico, cuyos sabores convoca ahora instantes de aquella infancia lejana. Y luego, entonces, me daba limonada (la mejor que he probado y que nunca más beberé ahora que ella se ha ido) y me hacía mi taco de aguacate. ¿Cómo no recordar con ternura, güelita, que mientras más viejita te ponías más duras y más ricas te salían las tortillas y la limonada?
Lo más seguro es que esa tarde yo haya tomado mucha limonada y que me haya dejado consentir por mi abuelita y mi tía Ana, antes de ir a conocerte. Vendría, tal vez, mi papá por mí para ir a la clínica. No sé, no me acuerdo en qué pensaba mientras caminaba al hospital desde casa de mi abuelita. Probablemente en nada. Eso sí, estaba muy emocionado. Debió pacerme un tramo larguísimo, el que caminamos papá y yo a la clínica, aunque ésta no distaba más que una cuadra. Era la tarde soleada de un domingo veintidós de abril y hacía calor. Ese fue el día que escogiste, Gaby, para volvernos cuatro y volvernos plenos. Entré a la habitación. Había llegado el momento. Papá me cargó porque esa era la única manera de alcanzar a mi mami y darle un beso. No pude abrazarla como quería, solo pude rodear su cuello. Estaba muy bien, aunque parecía muy cansada, pero sonreía. Estaba feliz ¿Qué mejor regalo que la sonrisa de mi mamá?
Y estabas allí... yo, quizá, te imaginaba de muchas maneras, pero todas ellas desaparecieron en el momento en que nos conocimos: chiquita, rojita, delicada y blanca. ¡Tanto así que mi papá te podía cargar en una mano! Fue el quien te acercó a mí y yo te di un besito en la frente y me sentí feliz porque al fin te conocía. ¿Has visto las fotos de ese día? Son las primeras en las que comenzamos a ser cuatro. Dejé de ser hijo único con todo el gusto del mundo y comencé a ser tu hermano, el hermano de Gaby.
...Me duele no estar contigo y celebrar tu cumpleaños ahora, allí, a tu lado, pero ¿sabes? vendrán tiempos, hermanita, en que todos volvamos a sumar cuatro en el mismo lugar y al mismo tiempo y ya nunca más en la distancia y en los recuerdos.
Gracias por llegar a nuestras vidas, por hacernos cuatro, por hacernos plenos...
¡Te extraño, te quiero mucho!
Recuerdo cuando me dijeron que vendrías. El mundo en el que jugaba dejó de tener el hálito de novedad y curiosidad que lo revestía y le cedió el paso a la promesa de ti. Mis juguetes, en especial el payasito de color café y amarillo, con el que solía jugar cuando me bañaba mi mamá -mientras yo le suplicaba lloroso que champú no, champú no- terminó por quedarse abandonado en el baño. Ya ni su nombre recuerdo... Entonces, todo fue prepararse para tu llegada. Empezaste a ser la esperanza de una presencia en mis juegos, hasta ese momento, solitarios. Me ponía a imaginar que cuando llegases podría jugar contigo cerca de las macetas -donde tan cuidadosamente jugaba sin ensuciarme-, que compartiríamos mis colores y las páginas de los libros de iluminar que tanto me gustaban o que te sentarías conmigo en la banquita del despacho de la paletería a comerte una paleta de món, que aún ahora me fascinan.
El día decisivo llegó. Lo recuerdo perfectamente. Puedo vernos a los tres a bordo de la camioneta dorada de mi papá que -cosa extraña en él- no estaba nada nervioso ese día. Bueno, en realidad, ya íbamos los cuatro, pero yo a ti no podía verte. En realidad, nadie podía hacerlo, pero yo tenía la sensación de ser el único al que no le quedaba claro como serías. Sí, sí, por supuesto, sabía que te movías de vez en cuando -y lo sentía con ecos y cosquillitas en mi pecho cada vez que ponía mi mano en el vientre de mi mamá-, pero no podía verte...
Mientras papá manejaba, mi mamá iba de lo más tranquila en el asiento del copiloto. Yo me había pasado a la parte de atrás de la troca, como adivinando ya el lugar que iba a ocupar en ella desde el momento en que te nos unieses. Ustedes tres adelante y yo atrás. Yo venía, pues, saltando, contento, haciendo ruido y -seguramente- venía aplaudiendo: ese pequeño defectito que te contagié cuando empezaste (probablemente por influjo mío) a tortear tus manitas y, gracias a la maestría alcanzada en él por ambos, desafiábamos y aún hoy desafiamos a cualquier multitud aplaudiente.
Por fin llegamos a la Clínica San Martín. Mami bajo por su propio pie y así -valiente como ha sido ella siempre- entro sola al hospital, mientras papá y yo buscábamos estacionamiento cerca de la casa de mi abuelita Popa, que no vivía nada lejos de la clínica y con quien habría de dejarme mientras tú te decidías a darnos la carita.
¿Te confieso algo? También recuerdo lo que yo llevaba puesto ese día. Un trajecito azul con letras redondas que decía ROLLER. El mismito con el que estoy retratado en esa foto que me tomaron en la primera casa que tuvimos, con todo y mi cabeza enorme, mis ojos tristes y ese gesto de travieso que tuve siempre... ¿Quieres saber otra cosa? Ese traje era mi favorito. Le había pedido a mamá que me lo pusiera ese día, como presintiendo que sería un día especial, como lo eran entonces los domingos, cuando aún me gustaban...
Honestamente, no recuerdo nada de lo que paso entre el instante en que me dejó mi papá en casa de mi abuelita y el momento en que entré a la habitación de la clínica y te vi y me viste por primera vez. Seguramente mi tía Ana se hizo cargo de mí y me llevó a hojear libros y a contarme historias, mientras mi abuelita Popa, sentada -tal y como la recuerdo siempre- en aquella mesa redonda de la cocina hacía tortillas de harina y otros quehaceres domésticos que siempre parecían ser placenteros en ella. Siempre cantaba. Me gustaba sentarme a la mesa y verla y hablar. Abría el botecito transparente con tapa verde -donde guardaba las galletas- y era de ley que me sorprendiese con un sabor y variedad diferente de galletas: frente a mis ojos y por mi boca desfilaban, así, hawaianas, barritas de coco, animalitos, morelianas, polvorones... todo el surtido rico, cuyos sabores convoca ahora instantes de aquella infancia lejana. Y luego, entonces, me daba limonada (la mejor que he probado y que nunca más beberé ahora que ella se ha ido) y me hacía mi taco de aguacate. ¿Cómo no recordar con ternura, güelita, que mientras más viejita te ponías más duras y más ricas te salían las tortillas y la limonada?
Lo más seguro es que esa tarde yo haya tomado mucha limonada y que me haya dejado consentir por mi abuelita y mi tía Ana, antes de ir a conocerte. Vendría, tal vez, mi papá por mí para ir a la clínica. No sé, no me acuerdo en qué pensaba mientras caminaba al hospital desde casa de mi abuelita. Probablemente en nada. Eso sí, estaba muy emocionado. Debió pacerme un tramo larguísimo, el que caminamos papá y yo a la clínica, aunque ésta no distaba más que una cuadra. Era la tarde soleada de un domingo veintidós de abril y hacía calor. Ese fue el día que escogiste, Gaby, para volvernos cuatro y volvernos plenos. Entré a la habitación. Había llegado el momento. Papá me cargó porque esa era la única manera de alcanzar a mi mami y darle un beso. No pude abrazarla como quería, solo pude rodear su cuello. Estaba muy bien, aunque parecía muy cansada, pero sonreía. Estaba feliz ¿Qué mejor regalo que la sonrisa de mi mamá?
Y estabas allí... yo, quizá, te imaginaba de muchas maneras, pero todas ellas desaparecieron en el momento en que nos conocimos: chiquita, rojita, delicada y blanca. ¡Tanto así que mi papá te podía cargar en una mano! Fue el quien te acercó a mí y yo te di un besito en la frente y me sentí feliz porque al fin te conocía. ¿Has visto las fotos de ese día? Son las primeras en las que comenzamos a ser cuatro. Dejé de ser hijo único con todo el gusto del mundo y comencé a ser tu hermano, el hermano de Gaby.
...Me duele no estar contigo y celebrar tu cumpleaños ahora, allí, a tu lado, pero ¿sabes? vendrán tiempos, hermanita, en que todos volvamos a sumar cuatro en el mismo lugar y al mismo tiempo y ya nunca más en la distancia y en los recuerdos.
Gracias por llegar a nuestras vidas, por hacernos cuatro, por hacernos plenos...
¡Te extraño, te quiero mucho!
domingo, abril 16, 2006
Los geranios
-Nacimos muy tarde- me dice Elizabeth intentando reconfortarme.
-Quizá...-le digo, aún sabiendo que no es del todo cierto en mi caso el rezago romántico que representa mi vida. Y no es porque quiera mentirle a ella que es mi mejor amiga, que me conoce, que me escucha siempre...
Sí, la verdad es que me consolaría saber que existe una razón que me explicase el rumbo que tomaron las cosas. El haber nacido tarde no las aclara satisfactoriamente. No es que Elizabeth se equivoque, todo es cuestión de cariño. Me quiere mucho y por eso mismo me insta a leer los acontecimientos así, por que ella, en el fondo, sabe que hay una explicación triste y desesperanzadora detrás de todo...
Abrí los ojos a las seis, sediento y con tristura. Acabábamos de estar juntos también en mi sueño. Trajinar a la cocina entre titubeos e intentos de estabilización fue todo uno a la vez. Después estaba colmando la sed frente a la ventana. El cielo entre día y noche; yo y lo nuestro, entre las esperanzas y el desahucio. Entonces recordé tus palabras: las de la noche y las del sueño. Ya no pude llorar. Deseé que se fundiesen, que fuesen todas de la misma naturaleza, sólo unas, las de la noche y las del sueño, sólo unas: tus palabras...
Primero son las pruebas, después vienen los geranios: las cosas bonitas, el cariño, las caricias...
Decidí dormir para encontrarte de nuevo allí, para estar contigo y buscar los geranios. Ya no fue posible... De rato, descubrí que eran casi las diez y no necesitaba más de la cama...
Me asomo a la ventana y avizoro un día calcinante: el sol, la poca sombra, el calor. Todo se confabula contra los geranios...
Primero son las pruebas, después vienen los geranios: las cosas bonitas, el cariño, las caricias...
Te extraño...
-Quizá...-le digo, aún sabiendo que no es del todo cierto en mi caso el rezago romántico que representa mi vida. Y no es porque quiera mentirle a ella que es mi mejor amiga, que me conoce, que me escucha siempre...
Sí, la verdad es que me consolaría saber que existe una razón que me explicase el rumbo que tomaron las cosas. El haber nacido tarde no las aclara satisfactoriamente. No es que Elizabeth se equivoque, todo es cuestión de cariño. Me quiere mucho y por eso mismo me insta a leer los acontecimientos así, por que ella, en el fondo, sabe que hay una explicación triste y desesperanzadora detrás de todo...
Abrí los ojos a las seis, sediento y con tristura. Acabábamos de estar juntos también en mi sueño. Trajinar a la cocina entre titubeos e intentos de estabilización fue todo uno a la vez. Después estaba colmando la sed frente a la ventana. El cielo entre día y noche; yo y lo nuestro, entre las esperanzas y el desahucio. Entonces recordé tus palabras: las de la noche y las del sueño. Ya no pude llorar. Deseé que se fundiesen, que fuesen todas de la misma naturaleza, sólo unas, las de la noche y las del sueño, sólo unas: tus palabras...
Primero son las pruebas, después vienen los geranios: las cosas bonitas, el cariño, las caricias...
Decidí dormir para encontrarte de nuevo allí, para estar contigo y buscar los geranios. Ya no fue posible... De rato, descubrí que eran casi las diez y no necesitaba más de la cama...
Me asomo a la ventana y avizoro un día calcinante: el sol, la poca sombra, el calor. Todo se confabula contra los geranios...
Primero son las pruebas, después vienen los geranios: las cosas bonitas, el cariño, las caricias...
¿Qué será de sus semillas?
Te extraño...
sexta-feira, abril 14, 2006
El episodio perdido
Me intriga imaginar a un Clemente de Roma, a un San Ignacio de Antioquía, a un Papías de Hierápolis, a un San Policarpo de Esmirna, a un San Ambrosio, a un San Agustín de Hipona, a un San Jerónimo, a un San Gregorio Magno o a cualquier otro de los padres de la Iglesia decidiendo qué textos entrarían en lo que hoy conocemos como Biblia. Los imagino solitarios, graves, meditabundos, preocupados, reflexionando con meticuloso esmero las resonancias que tendrían sus decisiones en una frágil comunidad cristiana que, echando sus cimientos sobre la sangre y el testimonio de fe de algunos cuantos, aún peligraba ante el influjo seductor de las gentilidades grecorromana y orientales.
Y, entonces, pienso en todos aquellos escritos que se quedaron en el camino, en todos esos textos que fueron o devorados por las llamas enemigas de la herejía o simplemente terminaron archivados en los sitios más inverosímiles por las manos de quienes consideraron esencial salvarlos -por una u otra razón- de la destrucción y el consiguiente mutismo en el que centenares de testimonios caían.
Incluso en los textos que fueron aprobados como verdaderas revelaciones divinas por los Padres de la Iglesia –como los cuatro evangelios que componen "nuestro" Nuevo Testamento– ¿cuántos pasajes no habrán sido recortados? ¿cuántos más habrán necesitado de la iluminación de su entendimiento (el de los padres de la Iglesia) para ser lo suficientemente claros y mantenerse en la versión final de los textos?
Seguramente entre los muchos episodios obviados estaba ése en especial. Ese pasaje que, a pesar de ser tan espinoso como lo era el de María de Magdala, suscitaría –quizá pensaron los padres de la Iglesia– lecturas tan escandalosas que contravendrían la ortodoxia moral y la distancia tajante frente a las costumbres réprobas que los primeros cristianos querían establecer como rasgos distintivos de su culto frente a la licenciosidad de costumbres que cundía en las sociedades mediterráneas en la era de la Pax Romana. El episodio de María de Magdala podría interpretarse de manera alegórica para suavizar, así, su carga transgresora, pero... ¿y ese otro? ¿qué hacer con él? ¿dónde ponerlo? ¿cómo leerlo? ¿debería permanecer en el corpus del Libro Sagrado o era un ripio del cual había que desafanarse? El pasaje no sólo era problemático por la situación que planteaba, sino que, a la vez, gracias a él entraban al primer plano de la vida de Jesús (es decir, al círculo de sus seguidores más cercanos) dos hombres con una relación sumamente incómoda. ¿Qué habían de hacer los padres de la Iglesia? El fragmento se había convertido en un verdadero dolor de cabeza. Resistía todo intento hermenéutico para desdibujar su repercusiones revolucionarias. En fin, quizá pensaron que no tenían más remedio que prescindir de él.
¿Qué episodio era aquél? Esencialmente uno que materializaba aquella enseñanza de Jesús que luego San Pablo transmitiría a los cristianos de una ciudad griega en su Primera Epístola a los Corintios de la siguiente manera: “si no tengo amor, no soy nada […] Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no me sirve para nada […] El amor no pasará jamás. Las profecías acabarán, el don de lenguas terminará, la ciencia desaparecerá; porque nuestra ciencia es imperfecta y nuestras profecías, limitadas.” (1ª Corintios 13:1-9). Allí, todo gira en torno a la primacía del amor y hay que notar que en ningún momento se lo concibe como un sentimiento que tenga que delimitarse o definirse como privilegio de algunos . No se entiende, allí, por amor esa concepción exclusivista que lo restringe a “lo que se da entre un hombre y una mujer con el fin de la procreación”. San Pablo -glosando las enseñanzas de Jesús- habla del amor como el estado ideal del ser humano, como el estado de bienestar, gracia y perfección al que debe aspirar el hombre sin importar accidente alguno de género.
Por eso, me pongo a pensar cuáles serían las circunstancias y los detalles del encuentro entre Jesús y un hombre homosexual que los padres de la Iglesia se habrían encargado de desaparecer de los textos sagrados. ¿Sería un hombre joven o un viejo? ¿Cuáles serían los pormenores del incidente? ¿Estaría el hombre ese solo o al lado de su compañero? ¿Conocería a Jesús en un momento igualmente dramático como aquél en que Magdalena -a punto de perder la vida- lo conoció? Imposible saberlo.
A mí me gusta imaginar así ese episodio perdido, acallado ya para siempre... Es de noche en las afueras de Jerusalén. Jesús ha estado predicando todo el día. Está cansado. Se ha alejado un poco de sus apóstoles y ha entrado en un huerto para orar y hablar con Dios. Está a sólo días de su muerte. Entonces, mientras se encuentra orando al pie de una higuera, escucha no muy lejos oraciones ahogándose entre sollozos. Alguien pide perdón por algo que -Jesús cree oír-, la voz califica de terrible y única solución. Jesús apresura el paso. Corre siendo silencioso. La luna nueva aclara la silueta de trazos antes indecisos. Llega y descubre a un muchacho de casi veinte años intentando ahorcarse en un árbol de manzanas. Al verse cubierto por la mirada de Jesús, el joven desiste de quitarse la vida. Sin decir palabra alguna, Jesús lo abraza y logra reconfortarlo. El llanto cesa poco a poco para dar lugar a la calma más placentera. Se respira paz. Luego, Jesús escucha su historia. El joven iba a casarse al día siguiente con una mujer en un matrimonio concertado por su familia como dictaba la ley. Él no la amaba y tampoco se consideraba capaz de conocerla. Jesús le preguntó su nombre, comprendiéndolo todo.
- Meir -le dijo el joven, mientras se secaba las lágrimas que le humedecían el rostro.
- Como la luz, que evoca tu nombre*, Meir, no debes jamás apartarte de ella. La decisión que habías tomado iba a conducirte a la ceguera y Dios te ha conferido la misión a ti, como a todos los hombres, de ser luz para los otros.
- Amo a otro hombre, Señor y él a mí. No puedo casarme. No puedo, no quiero mentir. Barak también me ama, pero es contra la ley amar a un hombre en tanto hombre soy yo.
- Sé la luz de tu propia vida, Meir. Ve y aclara tu compromiso con la mujer a quien lograron comprometerte tus padres. No hay nada por encima del amor puro y verdadero. En tanto Meir tú eres luz y Barak es trueno** por lo mismo. Les pido que –juntos- con la luz e impetuosidad del trueno anuncien la venida de la nueva lluvia que hará dar frutos a la tierra entera; en todos los rincones del mundo, aún en los más agrestes. En verdad te digo, Meir, que no hay mejor discípulo mío que aquél que pregona el amor con el testimonio de su vida.
Meir regresa con Jesús al lugar donde acampaba con los apóstoles. Comparte la cena con ellos y se marcha iluminado a Jerusalén…
Días después, al lado de María –la madre de Jesús–, al de María de Magdala, y al de otros hermanos y hermanas de Jesús, Meir llorará junto a Barak al pie de la cruz por la muerte de Jesús. Se enterará días más tarde la buena nueva de la resurrección de Jesús por parte de los ángeles en el sepulcro. Luego, podrá verlo ya resucitado, como los otros apóstoles…
¿Habrá sido así el episodio que falta en "nuestra" Biblia? Quizá... Así me gusta imaginarlo... Para Jesús yo no sería un réprobo o un desviado. Él no me impediría la entrada en su casa –el espacio entre sus brazos-, ni descalificaría el sentimiento que siento por otro hombre considerándolo como una aberración, como un pecado contra natura como sí lo hacen aquellos que se dicen sus discípulos hoy en día.
Por mucho ahínco que un Clemente de Roma, un San Ignacio de Antioquía, un Papías de Hierápolis, un San Policarpo de Esmirna, un San Ambrosio, un San Agustín de Hipona, un San Jerónimo o un San Gregorio Magno pusiesen en enmendar y depurar la selección de textos que forman el Libro Sagrado, la palabra misma de Jesús sigue siendo inmune a dichas operaciones; las resiste y las dinamita, porque toda ella es un grito de amor y de libertad:
"El amor no pasará jamás. Las profecías acabarán, el don de lenguas terminará, la ciencia desaparecerá; porque nuestra ciencia es imperfecta y nuestras profecías, limitadas.”
Jesús me comprendería. Sé que me comprende. Me ha comprendido siempre...
* Meir, en hebreo, significa "luz"
** Barak, en hebreo, significa "trueno"
Y, entonces, pienso en todos aquellos escritos que se quedaron en el camino, en todos esos textos que fueron o devorados por las llamas enemigas de la herejía o simplemente terminaron archivados en los sitios más inverosímiles por las manos de quienes consideraron esencial salvarlos -por una u otra razón- de la destrucción y el consiguiente mutismo en el que centenares de testimonios caían.
Incluso en los textos que fueron aprobados como verdaderas revelaciones divinas por los Padres de la Iglesia –como los cuatro evangelios que componen "nuestro" Nuevo Testamento– ¿cuántos pasajes no habrán sido recortados? ¿cuántos más habrán necesitado de la iluminación de su entendimiento (el de los padres de la Iglesia) para ser lo suficientemente claros y mantenerse en la versión final de los textos?
Seguramente entre los muchos episodios obviados estaba ése en especial. Ese pasaje que, a pesar de ser tan espinoso como lo era el de María de Magdala, suscitaría –quizá pensaron los padres de la Iglesia– lecturas tan escandalosas que contravendrían la ortodoxia moral y la distancia tajante frente a las costumbres réprobas que los primeros cristianos querían establecer como rasgos distintivos de su culto frente a la licenciosidad de costumbres que cundía en las sociedades mediterráneas en la era de la Pax Romana. El episodio de María de Magdala podría interpretarse de manera alegórica para suavizar, así, su carga transgresora, pero... ¿y ese otro? ¿qué hacer con él? ¿dónde ponerlo? ¿cómo leerlo? ¿debería permanecer en el corpus del Libro Sagrado o era un ripio del cual había que desafanarse? El pasaje no sólo era problemático por la situación que planteaba, sino que, a la vez, gracias a él entraban al primer plano de la vida de Jesús (es decir, al círculo de sus seguidores más cercanos) dos hombres con una relación sumamente incómoda. ¿Qué habían de hacer los padres de la Iglesia? El fragmento se había convertido en un verdadero dolor de cabeza. Resistía todo intento hermenéutico para desdibujar su repercusiones revolucionarias. En fin, quizá pensaron que no tenían más remedio que prescindir de él.
¿Qué episodio era aquél? Esencialmente uno que materializaba aquella enseñanza de Jesús que luego San Pablo transmitiría a los cristianos de una ciudad griega en su Primera Epístola a los Corintios de la siguiente manera: “si no tengo amor, no soy nada […] Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no me sirve para nada […] El amor no pasará jamás. Las profecías acabarán, el don de lenguas terminará, la ciencia desaparecerá; porque nuestra ciencia es imperfecta y nuestras profecías, limitadas.” (1ª Corintios 13:1-9). Allí, todo gira en torno a la primacía del amor y hay que notar que en ningún momento se lo concibe como un sentimiento que tenga que delimitarse o definirse como privilegio de algunos . No se entiende, allí, por amor esa concepción exclusivista que lo restringe a “lo que se da entre un hombre y una mujer con el fin de la procreación”. San Pablo -glosando las enseñanzas de Jesús- habla del amor como el estado ideal del ser humano, como el estado de bienestar, gracia y perfección al que debe aspirar el hombre sin importar accidente alguno de género.
Por eso, me pongo a pensar cuáles serían las circunstancias y los detalles del encuentro entre Jesús y un hombre homosexual que los padres de la Iglesia se habrían encargado de desaparecer de los textos sagrados. ¿Sería un hombre joven o un viejo? ¿Cuáles serían los pormenores del incidente? ¿Estaría el hombre ese solo o al lado de su compañero? ¿Conocería a Jesús en un momento igualmente dramático como aquél en que Magdalena -a punto de perder la vida- lo conoció? Imposible saberlo.
A mí me gusta imaginar así ese episodio perdido, acallado ya para siempre... Es de noche en las afueras de Jerusalén. Jesús ha estado predicando todo el día. Está cansado. Se ha alejado un poco de sus apóstoles y ha entrado en un huerto para orar y hablar con Dios. Está a sólo días de su muerte. Entonces, mientras se encuentra orando al pie de una higuera, escucha no muy lejos oraciones ahogándose entre sollozos. Alguien pide perdón por algo que -Jesús cree oír-, la voz califica de terrible y única solución. Jesús apresura el paso. Corre siendo silencioso. La luna nueva aclara la silueta de trazos antes indecisos. Llega y descubre a un muchacho de casi veinte años intentando ahorcarse en un árbol de manzanas. Al verse cubierto por la mirada de Jesús, el joven desiste de quitarse la vida. Sin decir palabra alguna, Jesús lo abraza y logra reconfortarlo. El llanto cesa poco a poco para dar lugar a la calma más placentera. Se respira paz. Luego, Jesús escucha su historia. El joven iba a casarse al día siguiente con una mujer en un matrimonio concertado por su familia como dictaba la ley. Él no la amaba y tampoco se consideraba capaz de conocerla. Jesús le preguntó su nombre, comprendiéndolo todo.
- Meir -le dijo el joven, mientras se secaba las lágrimas que le humedecían el rostro.
- Como la luz, que evoca tu nombre*, Meir, no debes jamás apartarte de ella. La decisión que habías tomado iba a conducirte a la ceguera y Dios te ha conferido la misión a ti, como a todos los hombres, de ser luz para los otros.
- Amo a otro hombre, Señor y él a mí. No puedo casarme. No puedo, no quiero mentir. Barak también me ama, pero es contra la ley amar a un hombre en tanto hombre soy yo.
- Sé la luz de tu propia vida, Meir. Ve y aclara tu compromiso con la mujer a quien lograron comprometerte tus padres. No hay nada por encima del amor puro y verdadero. En tanto Meir tú eres luz y Barak es trueno** por lo mismo. Les pido que –juntos- con la luz e impetuosidad del trueno anuncien la venida de la nueva lluvia que hará dar frutos a la tierra entera; en todos los rincones del mundo, aún en los más agrestes. En verdad te digo, Meir, que no hay mejor discípulo mío que aquél que pregona el amor con el testimonio de su vida.
Meir regresa con Jesús al lugar donde acampaba con los apóstoles. Comparte la cena con ellos y se marcha iluminado a Jerusalén…
Días después, al lado de María –la madre de Jesús–, al de María de Magdala, y al de otros hermanos y hermanas de Jesús, Meir llorará junto a Barak al pie de la cruz por la muerte de Jesús. Se enterará días más tarde la buena nueva de la resurrección de Jesús por parte de los ángeles en el sepulcro. Luego, podrá verlo ya resucitado, como los otros apóstoles…
¿Habrá sido así el episodio que falta en "nuestra" Biblia? Quizá... Así me gusta imaginarlo... Para Jesús yo no sería un réprobo o un desviado. Él no me impediría la entrada en su casa –el espacio entre sus brazos-, ni descalificaría el sentimiento que siento por otro hombre considerándolo como una aberración, como un pecado contra natura como sí lo hacen aquellos que se dicen sus discípulos hoy en día.
Por mucho ahínco que un Clemente de Roma, un San Ignacio de Antioquía, un Papías de Hierápolis, un San Policarpo de Esmirna, un San Ambrosio, un San Agustín de Hipona, un San Jerónimo o un San Gregorio Magno pusiesen en enmendar y depurar la selección de textos que forman el Libro Sagrado, la palabra misma de Jesús sigue siendo inmune a dichas operaciones; las resiste y las dinamita, porque toda ella es un grito de amor y de libertad:
"El amor no pasará jamás. Las profecías acabarán, el don de lenguas terminará, la ciencia desaparecerá; porque nuestra ciencia es imperfecta y nuestras profecías, limitadas.”
Jesús me comprendería. Sé que me comprende. Me ha comprendido siempre...
* Meir, en hebreo, significa "luz"
** Barak, en hebreo, significa "trueno"
domingo, abril 09, 2006
Jesús y su regalo
Han pasado poco más de dos mil años y su figura sigue siendo aún motivo de polémica y origen de disputas irresolvibles y no poco estériles, por no decir absurdas: que si fue el Mesías, que si fue hijo de Dios, que si fue el último profeta, que si fue un impostor, que si estuvo casado, que si su madre era virgen, que si en verdad resucitó, que si históricamente existió.
Lleguemos o no, algún día, a darle fin satisfactorio a tan enconadas/irrelevantes discusiones, lo innegable es que a causa de ese hombre -de quien sabemos poquísimo y a quien ciertos textos adjudican una modesta existencia de poco menos de siete lustros- cambió no sólo la manera en la cual contamos el tiempo (para hablar de la más superficial de las obviedades), sino que -indirectamente- en su nombre se habrían de emprender campañas que cambiarían el rostro del mundo y desembocarían en este estado de levedad que caracteriza a nuestra posmodernidad.
Sin embargo, a pesar de todo lo que se ha escrito sobre él y lo que se habrá de escribir, subyace en aquellos que sobre él escriben (como yo, ahora) la impotencia de alcanzar lo inasible. Por ello, mediante la manipulación de su figura y bajo la protección de lo hacemos en su nombre, Jesús ha sido utilizado para legitimar desde las posturas religiosas más radicales hasta acciones obscenamente descabelladas que una máquina inagotable de canallas (aka "iluminados") ha llamado a realizar en su pro.
Me conmueve pensar en el Jesús que me enseñó mi madre cuando era niño. Ése que conocí antes de mis sábados-por-la-mañana de catecismo: el carpintero humilde, amigo de personas incómodas, estandarte de la esperanza para los que no tenían derecho a tenerla. El Jesús que nos dejó las enseñanzas más simples y más hermosas, pero, al mismo tiempo, las más desafiantes.
Al final es eso lo que se nos ha olvidado. Hemos vivido dos mil y tantos años peleándonos por tonterías, preocupados por cosas accesorias, tratando de fijar nuestras opiniones como las definitivas apellidándolas como dogmas de fe. No sé si haya pasado eso porque somos algo cortos de vista o bastante condescendientes con nosotros mismos (para citar las razones que nos dejan "mejor parados"), pero lo esencial continúa allí, sin tocar: sus enseñanzas. Eso es lo importante. Mesías o no, hijo de Dios o no, hijo de virgen o no, célibe o no, si resucitó o no, lo cierto es que seguimos discutiendo si la envoltura del regalo que él nos dejó, es roja o azul, si es de papel celofán o de china, si los listones son de oro u oropel... y el regalo sigue allí adentrito, guardadito, escondido, esperándonos. Allí siguen sus enseñanzas -intactas- aguardándonos y esa promesa que me sé de memoria: "Yo estaré con ustedes todos los días de su vida hasta el final de los tiempos".
Y lo está.
Lleguemos o no, algún día, a darle fin satisfactorio a tan enconadas/irrelevantes discusiones, lo innegable es que a causa de ese hombre -de quien sabemos poquísimo y a quien ciertos textos adjudican una modesta existencia de poco menos de siete lustros- cambió no sólo la manera en la cual contamos el tiempo (para hablar de la más superficial de las obviedades), sino que -indirectamente- en su nombre se habrían de emprender campañas que cambiarían el rostro del mundo y desembocarían en este estado de levedad que caracteriza a nuestra posmodernidad.
Sin embargo, a pesar de todo lo que se ha escrito sobre él y lo que se habrá de escribir, subyace en aquellos que sobre él escriben (como yo, ahora) la impotencia de alcanzar lo inasible. Por ello, mediante la manipulación de su figura y bajo la protección de lo hacemos en su nombre, Jesús ha sido utilizado para legitimar desde las posturas religiosas más radicales hasta acciones obscenamente descabelladas que una máquina inagotable de canallas (aka "iluminados") ha llamado a realizar en su pro.
Me conmueve pensar en el Jesús que me enseñó mi madre cuando era niño. Ése que conocí antes de mis sábados-por-la-mañana de catecismo: el carpintero humilde, amigo de personas incómodas, estandarte de la esperanza para los que no tenían derecho a tenerla. El Jesús que nos dejó las enseñanzas más simples y más hermosas, pero, al mismo tiempo, las más desafiantes.
Al final es eso lo que se nos ha olvidado. Hemos vivido dos mil y tantos años peleándonos por tonterías, preocupados por cosas accesorias, tratando de fijar nuestras opiniones como las definitivas apellidándolas como dogmas de fe. No sé si haya pasado eso porque somos algo cortos de vista o bastante condescendientes con nosotros mismos (para citar las razones que nos dejan "mejor parados"), pero lo esencial continúa allí, sin tocar: sus enseñanzas. Eso es lo importante. Mesías o no, hijo de Dios o no, hijo de virgen o no, célibe o no, si resucitó o no, lo cierto es que seguimos discutiendo si la envoltura del regalo que él nos dejó, es roja o azul, si es de papel celofán o de china, si los listones son de oro u oropel... y el regalo sigue allí adentrito, guardadito, escondido, esperándonos. Allí siguen sus enseñanzas -intactas- aguardándonos y esa promesa que me sé de memoria: "Yo estaré con ustedes todos los días de su vida hasta el final de los tiempos".
Y lo está.
sábado, abril 08, 2006
Slowing down
Inauguro la tranquilidad esta misma noche. Tras días de aceleres de pesimismo y desasosiego, he logrado apartarme de la desesperanza y el desánimo. Ahora, a disminuir la velocidad... He corrido tan rápido que ya no es posible -ni necesario- acelerar más el paso...
Estamos aquí los dos en camino y si no somos compañía, nada tiene sentido. Adelantarme me hizo quedarme solo y, sobre todo, dejarte a ti, allá atrás. Y ya no quiero. Quiero caminar a tu lado; los dos... despacio. El camino es mejor cuando en su trayecto se descubren, en los pequeños detalles y en los pequeños accidentes, las señales para llegar el uno hacia el otro.
Después de sudar tanta zozobra y morirme de sed inquieta, aparece el viento soplando sobre nosotros, acariciándonos. Imposible no estar contento. Es tan lindo estar a tu lado... El silencio mismo se transforma en promesas que respiro ahora que caminamos juntos. No hace falta pronunciarlas. Habitan entre nosotros ya...
Caminemos juntos, despacito, y ojalá que nos amanezcamos. Yo lo sueño, Dios lo sabe...
Cierro los ojos; respiro profundo... allí estás. Sonrío...
Estamos aquí los dos en camino y si no somos compañía, nada tiene sentido. Adelantarme me hizo quedarme solo y, sobre todo, dejarte a ti, allá atrás. Y ya no quiero. Quiero caminar a tu lado; los dos... despacio. El camino es mejor cuando en su trayecto se descubren, en los pequeños detalles y en los pequeños accidentes, las señales para llegar el uno hacia el otro.
Después de sudar tanta zozobra y morirme de sed inquieta, aparece el viento soplando sobre nosotros, acariciándonos. Imposible no estar contento. Es tan lindo estar a tu lado... El silencio mismo se transforma en promesas que respiro ahora que caminamos juntos. No hace falta pronunciarlas. Habitan entre nosotros ya...
Caminemos juntos, despacito, y ojalá que nos amanezcamos. Yo lo sueño, Dios lo sabe...
Cierro los ojos; respiro profundo... allí estás. Sonrío...
terça-feira, abril 04, 2006
La paleta
Oquéi, oquéi.
Sí, ¡ya qué! ¡lo acepto! Con todo la vergüenza del mundo, temiendo la maldición de mis ancestros y bajo el peligro de ser desheredado por mi familia y verme privado del lugar que ocupo dentro de mi eminente prosapia paletil, he de reconocer que no (¡gulp!), que NO me sé comer una paleta de manera inofensiva.
Hace unos días, después de atentar contra mis buenas costumbres culinarias y comerme un veggie burrito, en un lugar cerca de la universidad, de cuyo nombre no quiero acordarme... después de perpetrar semejante antropello contra el buen gusto, se me antojó comerme una paleta.
En pleno abril, hacía un calor tan terrible que los americanos -que no batallan en aligerarse la de por sí escasa carga de ropa que suelen vestir- se debatían ya no sólo entre llevar o el Vintage-Californian-Summer style o el homeless-alike-Summer-outfit, sino que competían (inconscientemente, claro) para ver quién se untaba (subrayo, ¡se untaba!) la menor cantidad de ropa al cuerpo. Obviamente, algunos realizaron algunas hazañas prodigiosas, dignas de perpetuarse por lo menos en una fotito, para no pedir algo tan imposible como una escultura a estas alturas de la conciencia ecológica.
En fin, aunque azuzado por el bochorno y la luz inquisitoria del sol, caminaba yo plácidamente por el campus en toda la vocación de voyeur de la que soy capaz (que no es poca), cuando se apareció ante mí la oportunidad para calmar mis apetitos de paleta. Entré a la cafetería y, después de enfrentar el momento apanicante de indecisión entre la amplísima variedad de popsicles, me decidí por una bastante calórica y, por lo mismo, muy tentadora: una Strawberry Shortcake Bar by Nestle.
¡¡¡Dios!!!
¿Qué puedo decir? ¿Cómo describirla? Cada mordida iba siendo una experiencia tan mística que ya me veía yo esculpido (como Santa Teresa de Ávila) teniendo un éxtasis, pero sin ángel ni flechas, sino yo solito frente a mi paleta: se me destemplaban los dientes (me dolían), pero las papilas gustativas de mi lengua estaban exultantes y gozaban en medio de estertores helados del delirio de sabor... Mmmmmm... mi paleta estaba obscenamente deliciosa. Me la iba comiendo en el camino a la oficina y, bueno, he allí el detalle y aquí surge la pregunta: ¿Cómo se puede gozar de una paleta sin atraer miradas lúbricas? No, no. No fue mi intención hacerlo, aunque fue bastante divertido notarlo. Sobre todo porque me ocurrió sólo con creaciones sublimes de Dios: tres chicos que de efebos no hubiesen dejado poema alguno por escribir... ¡Caray! en ese momento, se me antojó tantísimo estar en Grecia algunos siglos before the Common Era y ser un heleno común y corriente e invocar mucho a las musas amando a los efebos y vaciarme escribiendo y....... peeero....... sólo tenía a mi paleta.
Terminé de saborearla intercambiando miradas con el último Texan ephebus que avizoré en mi periplo con todos los sonrojos de los que soy capaz (que no son ni pocos ni mucho menos infrecuentes). Entré al edificio, llegué a mi oficina y hube de lavarme la boca diligentemente, cuidando de no dejar en ella rastros del pedacito de paraíso que me había sido revelado a mordidas en una paleta. Such is life!
Sí, ¡ya qué! ¡lo acepto! Con todo la vergüenza del mundo, temiendo la maldición de mis ancestros y bajo el peligro de ser desheredado por mi familia y verme privado del lugar que ocupo dentro de mi eminente prosapia paletil, he de reconocer que no (¡gulp!), que NO me sé comer una paleta de manera inofensiva.
Hace unos días, después de atentar contra mis buenas costumbres culinarias y comerme un veggie burrito, en un lugar cerca de la universidad, de cuyo nombre no quiero acordarme... después de perpetrar semejante antropello contra el buen gusto, se me antojó comerme una paleta.
En pleno abril, hacía un calor tan terrible que los americanos -que no batallan en aligerarse la de por sí escasa carga de ropa que suelen vestir- se debatían ya no sólo entre llevar o el Vintage-Californian-Summer style o el homeless-alike-Summer-outfit, sino que competían (inconscientemente, claro) para ver quién se untaba (subrayo, ¡se untaba!) la menor cantidad de ropa al cuerpo. Obviamente, algunos realizaron algunas hazañas prodigiosas, dignas de perpetuarse por lo menos en una fotito, para no pedir algo tan imposible como una escultura a estas alturas de la conciencia ecológica.
En fin, aunque azuzado por el bochorno y la luz inquisitoria del sol, caminaba yo plácidamente por el campus en toda la vocación de voyeur de la que soy capaz (que no es poca), cuando se apareció ante mí la oportunidad para calmar mis apetitos de paleta. Entré a la cafetería y, después de enfrentar el momento apanicante de indecisión entre la amplísima variedad de popsicles, me decidí por una bastante calórica y, por lo mismo, muy tentadora: una Strawberry Shortcake Bar by Nestle.
¡¡¡Dios!!!
¿Qué puedo decir? ¿Cómo describirla? Cada mordida iba siendo una experiencia tan mística que ya me veía yo esculpido (como Santa Teresa de Ávila) teniendo un éxtasis, pero sin ángel ni flechas, sino yo solito frente a mi paleta: se me destemplaban los dientes (me dolían), pero las papilas gustativas de mi lengua estaban exultantes y gozaban en medio de estertores helados del delirio de sabor... Mmmmmm... mi paleta estaba obscenamente deliciosa. Me la iba comiendo en el camino a la oficina y, bueno, he allí el detalle y aquí surge la pregunta: ¿Cómo se puede gozar de una paleta sin atraer miradas lúbricas? No, no. No fue mi intención hacerlo, aunque fue bastante divertido notarlo. Sobre todo porque me ocurrió sólo con creaciones sublimes de Dios: tres chicos que de efebos no hubiesen dejado poema alguno por escribir... ¡Caray! en ese momento, se me antojó tantísimo estar en Grecia algunos siglos before the Common Era y ser un heleno común y corriente e invocar mucho a las musas amando a los efebos y vaciarme escribiendo y....... peeero....... sólo tenía a mi paleta.
Terminé de saborearla intercambiando miradas con el último Texan ephebus que avizoré en mi periplo con todos los sonrojos de los que soy capaz (que no son ni pocos ni mucho menos infrecuentes). Entré al edificio, llegué a mi oficina y hube de lavarme la boca diligentemente, cuidando de no dejar en ella rastros del pedacito de paraíso que me había sido revelado a mordidas en una paleta. Such is life!
segunda-feira, abril 03, 2006
¡Bienvenidas!
He decidido darme una tregua, un alto el fuego indefinidamente porque me siento desfallecer. Estos primeros cuatro meses del año han sido bastante intensos: despedidas, reencuentros, coincidencias, deseos cumplidos, miedos superados y alguno que otro temor resistente a las vacunas de optimismo. Desde hoy, pues, no habrá más angustias gratuitas ni tampoco fuga de pensamientos hacia nada/nadie...
La escuela graduada se pone cada vez más pesada y la carga de trabajo que tengo a causa de la clase que enseño no ha sido poca. Echo de menos a mis amigos que están en Colorado y en México. La experiencia de soledad ha sido especialmente desoladora este semestre. Algunas de las amistades que llegaron el año pasado cuando recién me mudé a Texas, se han ido desvaneciendo hasta desaparecer por completo. Quedan algunas. Poquísimas. Sin embargo, al pertenecer al mismo ambiente en el cual me desenvuelvo, su disponibilidad es casi nula. Ninguna de ellas sirve de resguardo en los momentos de flaqueza y desánimo.
¡No más quejas!. Las cosas han sido así. Quizá mejoren. Tengo la certeza de que lo harán.
Por lo pronto, abril ha entrado intensísimo. Hace tanto calor que hoy todo el mundo aprovechó para destaparse.
En fin, ya llegó la primavera y con ella la promesa de más vida y más esperanzas...
¡Bienvenidas!
La escuela graduada se pone cada vez más pesada y la carga de trabajo que tengo a causa de la clase que enseño no ha sido poca. Echo de menos a mis amigos que están en Colorado y en México. La experiencia de soledad ha sido especialmente desoladora este semestre. Algunas de las amistades que llegaron el año pasado cuando recién me mudé a Texas, se han ido desvaneciendo hasta desaparecer por completo. Quedan algunas. Poquísimas. Sin embargo, al pertenecer al mismo ambiente en el cual me desenvuelvo, su disponibilidad es casi nula. Ninguna de ellas sirve de resguardo en los momentos de flaqueza y desánimo.
¡No más quejas!. Las cosas han sido así. Quizá mejoren. Tengo la certeza de que lo harán.
Por lo pronto, abril ha entrado intensísimo. Hace tanto calor que hoy todo el mundo aprovechó para destaparse.
En fin, ya llegó la primavera y con ella la promesa de más vida y más esperanzas...
¡Bienvenidas!
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