Me intriga imaginar a un Clemente de Roma, a un San Ignacio de Antioquía, a un Papías de Hierápolis, a un San Policarpo de Esmirna, a un San Ambrosio, a un San Agustín de Hipona, a un San Jerónimo, a un San Gregorio Magno o a cualquier otro de los padres de la Iglesia decidiendo qué textos entrarían en lo que hoy conocemos como
Biblia. Los imagino solitarios, graves, meditabundos, preocupados, reflexionando con meticuloso esmero las resonancias que tendrían sus decisiones en una frágil comunidad cristiana que, echando sus cimientos sobre la sangre y el testimonio de fe de algunos cuantos, aún peligraba ante el influjo seductor de las gentilidades grecorromana y orientales.
Y, entonces, pienso en todos aquellos escritos que se quedaron en el camino, en todos esos textos que fueron o devorados por las
llamas enemigas de la herejía o simplemente terminaron archivados en los sitios más inverosímiles por las manos de quienes consideraron esencial salvarlos -por una u otra razón- de la destrucción y el consiguiente mutismo en el que centenares de testimonios caían.
Incluso en los textos que fueron aprobados como
verdaderas revelaciones divinas por los Padres de la Iglesia –como los cuatro evangelios que componen "nuestro"
Nuevo Testamento– ¿cuántos pasajes no habrán sido recortados? ¿cuántos más habrán necesitado de la
iluminación de su entendimiento (el de los padres de la Iglesia) para ser lo suficientemente claros y mantenerse en la versión final de los textos?
Seguramente entre los muchos episodios obviados estaba ése en especial. Ese pasaje que, a pesar de ser tan espinoso como lo era el de María de Magdala, suscitaría –quizá pensaron los padres de la Iglesia– lecturas tan escandalosas que contravendrían la ortodoxia moral y la distancia tajante frente a las costumbres réprobas que los primeros cristianos querían establecer como rasgos distintivos de su culto frente a la licenciosidad de costumbres que cundía en las sociedades mediterráneas en la era de la
Pax Romana. El episodio de María de Magdala podría interpretarse de manera alegórica para suavizar, así, su carga transgresora, pero... ¿y ese otro? ¿qué hacer con él? ¿dónde ponerlo? ¿cómo leerlo? ¿debería permanecer en el
corpus del
Libro Sagrado o era un ripio del cual había que desafanarse? El pasaje no sólo era problemático por la situación que planteaba, sino que, a la vez, gracias a él entraban al primer plano de la vida de Jesús (es decir, al círculo de sus seguidores más cercanos) dos hombres con una relación sumamente incómoda. ¿Qué habían de hacer los padres de la Iglesia? El fragmento se había convertido en un verdadero dolor de cabeza. Resistía todo intento hermenéutico para desdibujar su repercusiones revolucionarias. En fin, quizá pensaron que no tenían más remedio que prescindir de él.
¿Qué episodio era aquél? Esencialmente uno que materializaba aquella enseñanza de Jesús que luego San Pablo transmitiría a los cristianos de una ciudad griega en su
Primera Epístola a los Corintios de la siguiente manera: “si no tengo amor, no soy nada […] Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no me sirve para nada […] El amor no pasará jamás. Las profecías acabarán, el don de lenguas terminará, la ciencia desaparecerá; porque nuestra ciencia es imperfecta y nuestras profecías, limitadas.” (
1ª Corintios 13:1-9). Allí, todo gira en torno a la primacía del amor y hay que notar que en ningún momento se lo concibe como un sentimiento que tenga que delimitarse o definirse como
privilegio de algunos . No se entiende, allí, por
amor esa concepción exclusivista que lo restringe a “lo que se da entre un hombre y una mujer con el fin de la procreación”. San Pablo -glosando las enseñanzas de Jesús- habla del amor como el estado ideal del ser humano, como el estado de bienestar, gracia y perfección al que debe aspirar el hombre sin importar accidente alguno de género.
Por eso, me pongo a pensar cuáles serían las circunstancias y los detalles del encuentro entre Jesús y un hombre homosexual que los padres de la Iglesia se habrían encargado de desaparecer de los textos sagrados. ¿Sería un hombre joven o un viejo? ¿Cuáles serían los pormenores del incidente? ¿Estaría el hombre ese solo o al lado de su compañero? ¿Conocería a Jesús en un momento igualmente dramático como aquél en que Magdalena -a punto de perder la vida- lo conoció? Imposible saberlo.
A mí me gusta imaginar así ese episodio perdido, acallado ya para siempre... Es de noche en las afueras de Jerusalén. Jesús ha estado predicando todo el día. Está cansado. Se ha alejado un poco de sus apóstoles y ha entrado en un huerto para orar y hablar con Dios. Está a sólo días de su muerte. Entonces, mientras se encuentra orando al pie de una higuera, escucha no muy lejos oraciones ahogándose entre sollozos. Alguien pide perdón por algo que -Jesús cree oír-, la voz califica de
terrible y única solución. Jesús apresura el paso. Corre siendo silencioso. La luna nueva aclara la silueta de trazos antes indecisos. Llega y descubre a un muchacho de casi veinte años intentando ahorcarse en un árbol de manzanas. Al verse cubierto por la mirada de Jesús, el joven desiste de quitarse la vida. Sin decir palabra alguna, Jesús lo abraza y logra reconfortarlo. El llanto cesa poco a poco para dar lugar a la calma más placentera. Se respira paz. Luego, Jesús escucha su historia. El joven iba a casarse al día siguiente con una mujer en un matrimonio concertado por su familia como dictaba la ley. Él no la amaba y tampoco se consideraba
capaz de conocerla. Jesús le preguntó su nombre, comprendiéndolo todo.
- Meir -le dijo el joven, mientras se secaba las lágrimas que le humedecían el rostro.
- Como la
luz, que evoca tu nombre*, Meir, no debes jamás apartarte de ella. La decisión que habías tomado iba a conducirte a la ceguera y Dios te ha conferido la misión a ti, como a todos los hombres, de ser luz para los otros.
- Amo a otro hombre, Señor y él a mí. No puedo casarme. No puedo, no quiero mentir. Barak también me ama, pero es contra la ley amar a un hombre en tanto hombre soy yo.
- Sé la
luz de tu propia vida, Meir. Ve y
aclara tu compromiso con la mujer a quien lograron comprometerte tus padres. No hay nada por encima del amor puro y verdadero. En tanto Meir tú eres
luz y Barak es
trueno** por lo mismo. Les pido que –juntos- con la luz e impetuosidad del trueno anuncien la venida de la nueva lluvia que hará dar frutos a la tierra entera; en todos los rincones del mundo, aún en los más agrestes. En verdad te digo, Meir, que no hay mejor discípulo mío que aquél que pregona el amor con el testimonio de su vida.
Meir regresa con Jesús al lugar donde acampaba con los apóstoles. Comparte la cena con ellos y se marcha
iluminado a Jerusalén…
Días después, al lado de María –la madre de Jesús–, al de María de Magdala, y al de otros hermanos y hermanas de Jesús, Meir llorará junto a Barak al pie de la cruz por la muerte de Jesús. Se enterará días más tarde la buena nueva de la resurrección de Jesús por parte de los ángeles en el sepulcro. Luego, podrá verlo ya resucitado, como los otros apóstoles…
¿Habrá sido así el episodio que falta en "nuestra"
Biblia? Quizá... Así me gusta imaginarlo... Para Jesús yo no sería un réprobo o un desviado. Él no me impediría la entrada en
su casa –el espacio entre sus brazos-, ni descalificaría el sentimiento que siento por otro hombre considerándolo como una aberración, como un
pecado contra natura como sí lo hacen aquellos que se dicen sus discípulos hoy en día.
Por mucho ahínco que un Clemente de Roma, un San Ignacio de Antioquía, un Papías de Hierápolis, un San Policarpo de Esmirna, un San Ambrosio, un San Agustín de Hipona, un San Jerónimo o un San Gregorio Magno pusiesen en enmendar y depurar la selección de textos que forman el
Libro Sagrado, la palabra misma de Jesús sigue siendo inmune a dichas operaciones; las resiste y las dinamita, porque toda ella es un grito de amor y de libertad:
"El amor no pasará jamás. Las profecías acabarán, el don de lenguas terminará, la ciencia desaparecerá; porque nuestra ciencia es imperfecta y nuestras profecías, limitadas.”Jesús me comprendería. Sé que me comprende. Me ha comprendido siempre...
* Meir, en hebreo, significa "luz"
** Barak, en hebreo, significa "trueno"